Situaciones extremas que llevan a un ineludible dilema espiritual
Cómo es el caso del contador Oskar Gröning, que admitió su complicidad moral durante el Holocausto, aunque su rol era meramente administrativo
Hay una trama casi invisible, como una telaraña, que está detrás de las organizaciones. Ignorarla es una ceguera parcial y no suele incluirse en los tests de selección de personal y muy probablemente continuará oculta en cualquier sistema de evaluación de desempeño.
Hace pocos días se difundió la noticia de una condena a un contador. No se trató de evasión de impuestos o prácticas fraudulentas. Oskar Gröning, tal es su nombre, ejerció su profesión en el campo de concentración de Auschwitz, donde fueron asesinados unos 300.000 judíos. Gröning tiene en la actualidad 94 años y la condena se extiende a otros cuatro, que seguramente no los cumplirá en prisión por su estado de salud. Una de sus declaraciones, tomando la frase de uno de los representantes de las víctimas, fue: "Auschwitz es un lugar en el que nadie debería haber participado". Su misión, en 1942-1944, era administrar los bienes de los deportados, enviándolos a Berlín. Su defensa alegó que no había razones penales para juzgarlo, porque "no había favorecido de ninguna forma al Holocausto", aunque el propio acusado admitió su "complicidad moral".
Éste es, precisamente, el punto para recoger la punta del ovillo, seguir su trayectoria y observar cómo se traduce en otras organizaciones que no sean, necesariamente, campos de exterminio racial. En otras palabras, habría que observar cuánto coincide el producto o servicio con los empleados en actividad o a punto de ingresar. No es lo mismo ingresar a una compañía que fabrica caramelos respecto de otra que produce armas letales, para poner ejemplos extremos. Hay una cuestión de contexto y de convicciones que no se valoran adecuadamente. Más aún: si Alemania hubiera ganado la guerra, hoy sería dueña de medio mundo o más, y Gröning ocuparía un puesto elevado e importante. Fue un burócrata eficaz, como definió Hanna Arendt a Adolf Eichman, para escándalo de sus contemporáneos en los 60. La complicidad moral es lo que se pasa por alto, y por más talento que se consiguiera para cualquier empresa, si sus convicciones morales van a contramano del impacto que produce sobre la sociedad, no hay artilugios de motivación que valgan.
En la sintética receta de diagnóstico sobre un mal desempeño (identificar si esto se produce porque no sabe, porque no quiere o porque no puede) hay dos de las preguntas que se amalgaman. Quien no acepta ser partícipe de los fines de la organización, no podrá ni querrá nunca, a menos que hubiera un lavado de cerebro importante o sacrifique sus principios por necesidad.
Hace muchos años, una modesta dactilógrafa que necesitaba trabajar estuvo al servicio de una unidad militar. Pertenecía a un pull, donde llegaban memorandos vulgares, de poca importancia, pero un día apareció la necesidad de transcribir un extenso y minucioso plan de ataque a organizaciones civiles, que incluía detenciones y arrestos con destino incierto. Una vez que nuestra dactilógrafa leyó atentamente lo que debía tipear se levantó del asiento, presentó la renuncia y salió a la calle, corriendo sin dirección alguna.
Lo que debía hacer, aunque de modo lejano, la hacía cómplice moral, como diría Gröning, y no pudo tolerarlo. Por estos motivos no hay que desvalorizar la relación del empleado, cualquiera que sea su nivel, con el producto o servicio. Dicha relación hará que cuando vaya a trabajar o cuando esté trabajando se sienta orgulloso, o resignado, o un ser despreciable.
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