Tres razones para la fragilidad
A pesar de haber sido "ascendidos" a mercado emergente en junio, la crisis en la Argentina continuó profundizándose. Esta evolución la explican tres factores relacionados entre sí que hacen de nuestro país un emergente muy frágil.
La Argentina tiene uno de los sistemas financieros más subdesarrollados del mundo, comparable solo a los países más atrasados del África, un aspecto que fue central en la propagación de la crisis. A fuerza del corralito, estatizaciones y mega devaluaciones varias, nuestro sistema bancario es muy chico, no tenemos fondos de pensiones y las compañías de seguro son pequeñas. Nuestros ahorros están, mayormente, fuera del sistema financiero local.
La consecuencia es que el Gobierno, para financiar el déficit, tuvo que recurrir a inversores internacionales, o a los argentinos que tienen sus ahorros en otros países. Cuando las condiciones financieras globales se deterioraron en 2018, estos inversores ya tenían demasiados bonos argentinos. A diferencia de otros países emergentes, no hay en la Argentina ningún inversor institucional con incentivos regulatorios y/o impositivos a comprar bonos del Gobierno aprovechando la baja de precios. Así, lo que para otros emergentes fue un resfrío, para nosotros es una enfermedad potencialmente terminal.
La segunda característica casi única del país es nuestro amor por el dólar. La Argentina es, fuera de EE.UU., quizás el país con más dólares físicos en el mundo. Para 2011 estudios varios estimaban que era el segundo, luego de Rusia, con US$50.000 millones atesorados. Desde entonces, las compras de dólares (billetes y transferencias) superaron los US$72.000 millones, US$26.000 millones (casi seis puntos del PBI) de ellos en 2018. Reacciones así hacen muy difícil manejar la política cambiaria y monetaria.
La tercera característica única se refiere al funcionamiento del sistema político/electoral y de las relaciones federales y su impacto en lo fiscal y en la inestabilidad de las políticas públicas. Gran parte de los congresistas responde a gobernadores de provincias (sobre todo, ocurre eso con las menos desarrolladas), las cuales están sobre-representadas en el Congreso; estas provincias dependen en gran parte de impuestos nacionales para financiar un gasto clientelar. Los acuerdos políticos se dan entre el Presidente y los gobernadores, no en el Congreso. Esto, que nos parece normal, no tiene réplica.
Cuando un presidente tiene popularidad y plata, puede gobernar y hacer aprobar leyes en el Congreso aunque no tenga mayorías, apoyo que logra transfiriendo más recursos a las provincias. Así fueron 2016 y 2017. Cuando pierde popularidad y recursos, como le ocurrió a De la Rúa en el 2001 y a Macri en 2018, se hace muy difícil gobernar. Los ajustes fiscales se vuelven difíciles e ineficientes. La mayor parte del despilfarro está en muchas provincias. Pero éstas, que tienen la llave del Congreso, se niegan a ajustar. El ajuste se termina dando con subas de impuestos ineficientes como las retenciones y con la devaluación de la moneda, para licuar salarios públicos. En el proceso se licúan también los activos en pesos. De allí nuestro amor por el dólar.
La segunda consecuencia es que la Argentina tiene la mayor volatilidad de políticas públicas del mundo. Dado que la relación de los gobernadores con sus votantes es mayormente clientelar, y que su relación con el poder central es monetaria, tienen poco interés en el contenido de las leyes: pueden apoyar la privatización y, al poco tiempo, la estatización de la misma empresa, la salida o la imposición del cepo, etcétera. La pérdida de popularidad de Macri alimentó el miedo a que tengamos una reversión de políticas desde 2020 (o antes?).
En otros países emergentes con historia inflacionaria, los inversores compran activos indexados a la inflación. Si así ocurriese aquí, no estaríamos hablando de default ni de fuga de capitales: el Gobierno podría financiarse cómodamente emitiendo bonos en CER, pero el miedo a que el próximo gobierno vuelva a intervenir el Indec elimina esta opción. En su lugar, compramos dólares, no sea que vuelvan a poner el cepo o a mentir con la inflación.ß
El Gobierno dio vueltas en relación con una reforma laboral que es inviable desde lo político, e innecesaria e inconducente en cuanto a los objetivos que plantea.
Los proyectos en cuestión contemplan una presunta flexibilización y el blanqueo. En relación con el primer ítem, la legislación permite hoy un grado de flexibilización laboral suficiente como para que esta cuestión no sea un óbice para crear trabajo. Es verdad que varios jueces no acompañan esta interpretación, porque siguen líneas que se bajan no desde la ley, sino de los políticos que los designan. Pero ese es otro problema. No necesitamos un proyecto antipático que parezca que restringe los derechos del trabajador.
En cuanto al blanqueo laboral, no va a llegar a buen puerto si simplemente se quitan las grandes multas a las empresas condenadas por trabajo mal registrado, sin resolver el problema de fondo. Porque si hay un empresario que corre el riesgo de tener a un trabajador mal registrado, con mucha mayor razón lo va a seguir corriendo si, sin otra novedad, le quitan la multa que actuaba como un incentivo a que no lo hiciera.
El verdadero motivo del empleo en negro está en dos cuestiones básicas: 1) es muy alto el costo laboral; 2) no hay, salvo cuando el tema se judicializa, una autoridad de aplicación que verdaderamente combata este problema y que penalice como corresponde. Por ello, la presentación de una reforma que tiene el uniforme de flexibilizadora no es una buena estrategia para modificar lo que el Gobierno, de buena fe, pretende modificar.
Existen a nuestro entender algunos elementos básicos para repensar la reforma, para que sea mejor aceptada por los actores del mundo del trabajo y para que, además, logre los objetivos planteados. Hay aspectos básicos que deberían ser tratados contemporáneamente y sobre los que no se debería discutir su enunciado -sí las formas y alcances-: bajar los costos y combatir el trabajo mal o no registrado.
Para disminuir los costos hay varios ítems que deberían analizarse: las cargas sociales, los costos laborales encubiertos, tales como algunas cuotas solidarias que pagan los trabajadores a los sindicatos y otros descuentos innecesarios, aportes del empresario a sindicatos con fines no prioritarios, costos del despido, etcétera.
Otra cuestión es que el blanqueo laboral debería involucrar no solo al Estado (que demostró una ineficiencia sospechosa en los controles), sino también a los sindicatos y a las cámaras empresariales. El éxito del combate debería redundar a favor tanto del Estado como de los sindicatos y empresarios.
Por último, es sabido que las pymes han sido históricamente la herramienta usada por los países para poner a sus economías en marcha. Y aquí también debemos pensar en leyes no de maquillaje sino de fondo. Debe analizarse el beneficio desde la producción y no desde la demagogia, priorizando a las industrias que le darían a la economía nacional un vuelo que siempre esperamos y que nunca llega. Todo esto requiere una planificación y un desarrollo.
Será necesario establecer pautas y hablar con los actores. Hay dirigentes sindicales que, si bien no tienen buena prensa, estarían dispuestos a hacer una reestructuración a costa de hacer menos hoteles para sus afiliados, si ven la posibilidad de un horizonte serio.
En un país con 30% de pobres, 40% de informalidad y alta inflación, enfermedades todas endémicas, la prioridad debe ser cómo cambiar esto y no determinados beneficios a ciertos grupos.
Hay que poner el caballo delante del carro. Bajar el costo laboral cambiando conceptos existentes para incentivar la producción y controlar el trabajo en negro es una prioridad. Y todos tenemos que perder algo para ganar. Por eso, hay mucho por hacer. Hay muchos costos superfluos para analizar y redireccionar. Con la actual estructura impositiva y de cargas sociales nos va muy mal. Hay gente muy capaz que puede aportar ideas y contenido a estos enunciados. Y una vez de acuerdo, los legisladores no podrán decir que no porque a tal o cual sindicalista o empresario no le gusta algo, ya que quedará expuesto ante el pueblo defendiendo un interés sectorial por encima del general.
El autor es economista