Candidatos del pasado
Un análisis superficial del discurso político en la Argentina actual llevaría a concluir que la necesidad de una profunda reforma política no sólo es una demanda mayoritaria de la opinión pública, sino que también se ha ganado un importante lugar en la agenda de nuestros políticos.
Sin embargo, ese análisis es equivocado. Pese a que en los últimos tiempos distintos funcionarios de alto rango de diferentes gobiernos nacionales agotaron a sus auditorios con frases que invitaban a "pulverizar la corrupción", "investigar hechos ilícitos hasta las últimas consecuencias" o, más recientemente, con apelaciones a la "renovación", sólo queda la impresión de que tamaño despliegue de energía dialéctica se agota en sí mismo, aumentando el desaliento y el escepticismo y llevando a la inacción.
La ciudadanía advierte que no es infundada su sospecha de que no pocos de los miembros de la llamada clase política parecen asumir como propias sus preocupaciones con el único fin de neutralizar las demandas sociales dirigidas a modificar sus prácticas viciadas y de que finalmente nada cambie. En otras palabras, la vieja dirigencia asume la retórica de aquello que la amenaza desde fuera para seguir manteniendo su lógica funcional y sus privilegios.
El escaso porcentaje de intención de voto que reúnen los principales candidatos presidenciales a tan sólo tres meses de las elecciones no hace más que confirmar el desaliento y la triste imagen que la opinión pública tiene de ellos.
La nueva política que se reclama debería estar liderada por dirigentes nuevos, con ideas y prácticas renovadas, que se inscriban en el marco de espacios diferentes de los que caracterizaron a las vetustas estructuras partidarias tradicionales, con equipos de técnicos con la capacitación necesaria para gestionar la administración pública y proponer alternativas capaces de resolver los actuales problemas y proveer soluciones que inserten al país en un sendero de crecimiento y desarrollo global. No parecen ser Néstor Kirchner, Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Saá o Leopoldo Moreau los exponentes de esta nueva política. Tampoco el actual presidente de la Nación, Eduardo Duhalde.
La renovación que se reclama pasa por ceder lugar a quienes estén dispuestos y capacitados para emprender un debate de ideas, del que surjan consensos sociales amplios que se traduzcan más adelante en auténticas políticas de Estado. No puede pasar, en cambio, por quienes sólo pretenden debatir espacios de poder, tejer fórmulas leguleyas para sacar ventajas impugnando legítimos mecanismos democráticos o apelar a arcaicos métodos populistas y demagógicos.
La vieja política no guarda necesariamente relación con una cuestión generacional. Duhalde es más joven que Raúl Alfonsín y Moreau pertenece a una generación diferente a la de Menem. Pero unos y otros se necesitan mutuamente. La renovación está, por cierto, en las ideas. Pero lo está mucho más en los hábitos, que establecen los patrones de comportamiento político. Si los malos hábitos se repiten en el tiempo, se transforman en vicios y muchos de éstos pasan a ser asumidos como naturales y a ser defendidos en forma corporativa por los representantes de la vieja política .
Es así como en esta dialéctica perversa de malos hábitos se repiten fenómenos como el clientelismo, los subsidios para los "amigos", los puestos públicos o los planes de "empleo" que no exigen contraprestación alguna, los aparatos partidarios financiados con fondos públicos, las campañas políticas poco o nada transparentes, las contrataciones públicas espurias, los créditos de bancos oficiales concedidos en forma claramente irregular y tantas otras barbaridades.
Los malos hábitos señalados se convierten en costumbres que se encadenan en un "sistema", sostenido por un conjunto de procesos, personas y grupos caracterizados por un cierto grado de interdependencia recíproca.
¿En qué se sustenta esta interdependencia en el caso que nos ocupa? En un intercambio de favores, dádivas, privilegios, protección e impunidad que le permite a un grupo de personas "sobrevivir" políticamente, pese al descrédito que tiene frente a la sociedad civil. Se convierten en una "casta" cuyo ejemplo más caracterizado es Luis Barrionuevo, un hombre que hace gala de su "viveza criolla" y alarde de cinismo político y que puede ser considerado como el vocero de la corporación política.
¿Puede dar respuesta a las ansias de nueva política una figura como la del ex presidente Menem, condenado por alrededor del 70 por ciento de la opinión pública y con graves procesos judiciales pendientes? ¿La puede dar un hombre como Adolfo Rodríguez Saá, tras aislar a la Argentina del mundo con su declaración de "default" en su semana como presidente transitorio de la Nación, con su estilo personalista y caudillista y sus propuestas estatistas? La respuesta en ambos casos es definitivamente no.
¿Puede encarnar la "renovación" un dirigente como Kirchner, tan afecto como gobernador de Santa Cruz a prácticas semifeudales (expansión de la Corte Suprema de Justicia al mejor estilo de Menem en el orden nacional, reforma de la Constitución provincial para posibilitar la reelección indefinida y excesiva proporción de empleados públicos), y con propuestas similares a las que hace cincuenta años se aplicaron en nuestro país con dudoso éxito? Si alguna duda cabe, puede decirse que su alianza con Duhalde refleja su escasa o ninguna vocación por renovar la política. Kirchner se ha convertido hoy voluntariamente en una herramienta de Duhalde contra Menem, una pelea entre dos exponentes de la vieja política y de las peores prácticas.
Cabe preguntarse por qué el espacio que reúne a Kirchner, a Duhalde y a otras figuras del pasado como Carlos Juárez y Julio Miranda necesita justificar su perfil "renovador". ¿Por qué insisten tanto en que ellos representan la nueva política? ¿Será que su diferenciación es casi imperceptible para los ciudadanos? ¿O que existe resistencia de parte de la gente para creer eso?
La escalada de corrupción política de los últimos años -que no hubiera sido posible sin cierta complicidad de parte de la sociedad- y la grave crisis de confianza y de representatividad de la dirigencia ha sido el certificado de defunción de la vieja política. Que nadie se engañe: la vieja política ha muerto, pero sus consecuencias continúan latentes, como el conjunto de candidatos del pasado que vanamente procura seducir a un electorado sediento de renovación en los hechos y no en las palabras.