El calvario de Tartagal
La atención y los sentimientos de muchísimos argentinos siguen fijos en el noreste de la provincia de Salta, en Tartagal, donde casi en la frontera con Bolivia hay varios miles de compatriotas que resisten a duras penas las inclemencias del tiempo y el embate de las enfurecidas aguas de por lo menos tres ríos.
Como si no hubiesen tenido suficientes padecimientos durante el verano, cuando esos cursos de agua - Tartagal, Seco y Bermejo- se desbocaron por vez primera, los hermanos salteños soportan ahora las alternadas embestidas de la lluvia y de los torrentes, empeñados en retroalimentarse y asediar a quienes disponen de muy escasos recursos para apaciguarlos.
La primera de esas catástrofes ya había generado impotencia e indignación. Pocos -o ninguno- han logrado explicarse por qué los sucesivos gobiernos nacionales y provinciales no tomaron precauciones, en tiempo y forma debidos, para evitar o, por lo menos, atemperar las consecuencias de estas circunstancias climáticas. Ahora, la indignación es, si cabe, mayor pues la experiencia de hace alrededor de dos meses no sirvió para nada: los habitantes de esa región no sólo están incomunicados por efectos de las crecidas, sino también por la sordera de sus autoridades, con la circunstancia agravante de que la persistencia de esas calamidades hasta los han privado de los recursos adecuados para atender las necesidades más primordiales.
La acumulación de agua ha transformado a vastas zonas en reservorios no controlables, donde ha proliferado el mosquito Aedes aegypti, vector del dengue. De hecho, en las últimas horas se detectaron cinco casos de esa enfermedad a 100 kilómetros de Tartagal y uno en Salvador Mazza, donde se registraron cuatro casos de paludismo.
Tardía, por lo visto, ha sido la determinación de declarar el estado de alerta y el monitoreo permanente de los cauces de los ríos y de las condiciones de alerta. Entretanto, las aguas se quieren seguir devorando las defensas que les oponen, tales como treinta mil bolsas de arena, los esqueletos de más de medio centenar de autos reducidos a chatarra, materiales de construcción en desuso y escombros. Acumulación que es producto esencial del incansable trabajo de los propios perjudicados, quienes en su mayor parte le han plantado la cara a la desgracia y pugnan por no abandonar los lugares en los cuales ha transcurrido su existencia.
Pero el implacable efecto del agua sigue haciendo de las suyas. Los sectores de Tartagal que dan a la vera del río van siendo literalmente comidos por las aguas y abundan los vecinos que han perdido todas sus posesiones por causa de la inundación.
Los reproches de nada sirven. Pero sería más que positivo que una vez superada esta emergencia, se hiciese un acto de reflexión y de autocrítica. Por ejemplo, para esclarecer por qué una vez terminadas las lluvias del verano reciente no fueron tomadas al menos las precauciones mínimas para atender una probable reiteración, tal como así ocurrió, de este ingrato fenómeno.
También habría que preguntarse a qué obedecería este brusco cambio de las condiciones meteorológicas. Más de un experto señala un testimonio desgarrador: el censo forestal de 1935 determinó que en nuestro país había 1.100.000 kilómetros cuadrados de tierras forestadas, lo cual equivalía al 39 por ciento del territorio nacional. Hoy sólo quedan 330.000 en esas condiciones, o sea menos del 12 por ciento de ese territorio, deforestado por el avance desordenado de las fronteras agropecuarias, los incendios y las talas indiscriminadas. De la mano de esas políticas devastadoras cambian para mal los regímenes de lluvias y se incrementan las inundaciones y la erosión hídrica y eólica.
No en vano, una entidad no gubernamental, Greenpeace, advirtió en su momento acerca de que el remanente arbóreo también estaba en peligro: "En Salta hasta se están vendiendo reservas ecológicas para convertirlas en campos de cultivo. Los lugares más castigados son las selvas de Yungas y la misionera, el monte chaqueño y la región de Tartagal".
Se aprecia que nada de cuanto ocurre en esta última población es producto de una imprevisible coincidencia. Tal vez, el único aspecto positivo del castigo que padece Tartagal pudiese ser que las autoridades nacionales y provinciales cayesen en la cuenta de una vez por todas de cómo la irresponsable mano del hombre está generando condiciones climáticas adversas y desencadena irreparables catástrofes ambientales.
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