El fin de la clase media
La cooptación del Estado para ir por todo está destruyendo la modernidad y la pujanza que llegaron a la Argentina de la mano del aluvión inmigratorio
En su primer discurso ante la Asamblea Legislativa, en 2003, Néstor Kirchner invitó a “reconstruir un capitalismo nacional que permita reinstalar la movilidad social ascendente”. Años después, su sucesora, Cristina Kirchner, impuso la asistencia social descendente.
No hay posibilidad de reconstruir un capitalismo nacional, ni ningún otro, demoliendo sus bases fundamentales. La Argentina fue modelo de crecimiento debido a su sistema republicano de gobierno, respetuoso de los derechos y las garantías individuales. Ello impulsó el aluvión inmigratorio, origen de una fuerte clase media.
Con ellos llegó la modernidad. Las artes y las ciencias. Los inquilinatos y las casas de renta. Los barrios socialistas, los socorros mutuos, la unión y la benevolencia. Los hospitales, las bibliotecas, los guardapolvos blancos y “Aurora” en las escuelas. La industria y el ferrocarril. El cocoliche y el lunfardo. Los alemanes del Volga y los otomanos de Siria. También la tolerancia, el cruzamiento de etnias, el criollo y el europeo. Llegaron el tango y el fútbol. Con los Hernández, los Fernández, los Rodríguez y los Ramírez junto con los Kirchner y los Kicillof; los Vizzotti y los Perotti; los Rizzo, los Rossi y los Russo, entre tantos otros.
La necesidad de cooptar el Estado para ir por todo encuentra sus límites en los principios republicanos y los valores de la clase media, que ahora son denigrados. El trabajo y el esfuerzo; el ahorro y la inversión; el mérito y el progreso; el premio y el castigo. Hasta Domingo Faustino Sarmiento es cuestionado por haber difundido, a través del sistema educativo, valores supuestamente extranjerizantes, ajenos al verdadero “ser nacional”.
Con la destrucción de la moneda, se ha impedido el ahorro. Con las leyes de locación, no hay ya ingresos por alquileres. Con la degradación de la escuela pública, se incrementa la desigualdad educativa. Con el adoctrinamiento escolar, se elimina el pensamiento crítico. Con la falta de inversión, no hay empleos regulares y se desarticulan las familias. Con el clientelismo, las oportunidades se han politizado. Con el aumento de la inseguridad, se ha dañado la vida comunitaria. Con los ejemplos de corrupción, se ha lastimado el capital social. Con el lawfare los corruptos se han propuesto vencer a la Justicia.
Los militantes del Instituto Patria encuentran en Juan José Hernández Arregui, Carlos Astrada, John W. Cooke, Roberto Santucho y otros discípulos del marxista peruano José Carlos Mariátegui una nueva legitimidad para romper con el Estado de Derecho, la separación de poderes, la independencia de los jueces y la libertad de prensa. Con un relato ideologizado pretenden reemplazar a las clases medias por sujetos seudorrevolucionarios como el gaucho matrero, el indio oprimido, el soldado desertor, el fugitivo de la Justicia o el guerrillero romántico. Los montoneros y los tupamaros. La resistencia mapuche y los presos del Vatayón Militante.
Emulando a Manuel Belgrano, quizás encuentren incluso algún rey inca para plantear el retorno a las raíces de la nacionalidad e instaurar un gobierno autoritario que imponga la “razón populista” a todos y a todas.
Ese maquiavélico engendro retrógrado no tiene por objeto mejorar las condiciones de vida de los argentinos, ni incluir a los excluidos, ni dar techo a los sin techo, ni educar a los analfabetos, ni alimentar a los hambrientos. Ese engendro retrógrado ha sido minuciosamente construido para lograr la impunidad de la vicepresidenta a cualquier costo. Sus seguidores, bien lejos están de los ayllus incaicos: su militancia es retribuida con cargos, vacunas y contratos. Cajas chicas y cajas grandes. Millones en efectivo y retornos que retornan. Ni socialismo, ni indigenismo, ni igualdad, ni mucho menos honradez.
¿Cómo se pretende reconstruir un capitalismo nacional con movilidad social ascendente atacando a las clases medias y desafiando sus valores? ¿Cómo se puede pretender superar la crisis de pobreza sin contar con el principal ordenador social, el empleo? ¿Quiénes podrán ofrecerlo sin empresas que inviertan? ¿Cómo se atraerán inversiones pisoteando los principios republicanos, conculcando los derechos de propiedad y sin vestigios de seguridad jurídica?
No importa. Quienes nos gobiernan no se harán responsables de los jóvenes sin educación y sin capacidades para sobrevivir con trabajos honrados en un mundo que no regala nada. Tampoco se harán cargo del atraso de la Argentina en un mundo que avanza sin esperarnos. Menos aún tienen intención de abandonar la senda de una Argentina que pretende reinventar la rueda, anulando las instituciones que le dieron prosperidad. Quienes critican una supuesta ausencia de rumbo no perciben que el destino elegido es precisamente un precipicio de inflación, desempleo y coronavirus que les garantice su perpetuación en el poder.
El presidente de la Nación dice propugnar el desarrollo industrial, como superador del modelo agroexportador y locomotora del desarrollo. Algún economista de la Universidad de Columbia debería asesorarlo mejor. La principal ventaja competitiva de un país industrial no es un presidente que da discursos alejados de la realidad, con promesas de paquetes de subsidios, licencias no automáticas o comercio administrado. La principal ventaja competitiva será siempre el capital abundante y barato.
La movilidad social ascendente solo es posible con seguridad jurídica, con la plena vigencia de las instituciones que reconocen la propiedad y el contrato, para que haya inversiones y empleos. Como lo entendieron los Hernández y los Fernández; los Rodríguez y los Ramírez; los Kirchner y los Kicillof; los Vizzotti y los Perotti; los Rizzo, los Rossi y los Russo. Aquel país pujante supo darles la razón. Hoy sobran razones para preocupar a sus descendientes.