El impuesto a la herencia
Contra toda racionalidad, el Gobierno no parece hallar una solución al déficit fiscal que no sea la de seguir asfixiando a los contribuyentes
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Diversas estadísticas y estudios internacionales dan cuenta de que la Argentina es uno de los países con mayor presión tributaria. Su estructura impositiva ronda los 170 gravámenes –una cifra récord en el mundo– y estimaciones privadas dan cuenta de que un contribuyente promedio trabaja aproximadamente medio año solo para pagar impuestos. Sin embargo, el Gobierno no parece haber hallado una mejor solución al crónico déficit fiscal que seguir incrementando los tributos y crear otros nuevos. El vergonzoso pacto fiscal suscripto recientemente entre el Estado nacional y las provincias, con la excepción de la ciudad de Buenos Aires, es una clara señal: no solo habilitó subas en impuestos absolutamente distorsivos como Ingresos Brutos y Sellos, sino que propició la creación por parte de las provincias del impuesto a la herencia.
Este tributo solo rige hoy en la provincia de Buenos Aires, donde se aplica desde 2011 y grava las transmisiones gratuitas que superan 1.344.000 pesos en el caso de que sean de padres a hijos o cónyuges, o aquellas a partir de los 322.800 pesos cuando son otros los parentescos. Tales alícuotas van del 1,6 al 6,4% según el nivel del patrimonio transmitido y del grado de parentesco. Afecta a aquellas personas físicas o jurídicas que reciban un bien ubicado en la provincia o que tengan domicilio en ella aunque el inmueble en cuestión se encuentre en otro distrito del país.
Otro caso emblemático en este tipo de impuesto fue Entre Ríos, donde se aplicó este gravamen, pero terminó siendo derogado, tras ser declarado inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia local, a instancias de una presentación realizada por colegios profesionales de la provincia. Entre los puntos que fundaron la declaración de inconstitucionalidad, se probó que violaba principios tributarios de igualdad y de no confiscatoriedad y los principios constitucionales de proporcionalidad, de territorialidad y de protección de la familia.
Especialistas en derecho tributario coinciden en señalar que la iniciativa del Gobierno, que debería ser discutida por los poderes legislativos de cada provincia para su sanción, no debería aplicarse dada la elevadísima presión tributaria actual y en función de que estaríamos ante un nuevo impuesto sobre un mismo bien, por lo que se presentaría un caso de doble o múltiple imposición.
Los defensores del impuesto a la transmisión gratuita de bienes esgrimen equivocadamente que se trataría de un impuesto progresivo, por cuanto gravaría a quienes vayan a incrementar su patrimonio. En rigor, estaríamos ante la apropiación estatal de parte de un bien que es el fruto del trabajo de una persona o de una familia, y por el que ya se pagaron impuestos durante años. De alguna manera, constituye una intromisión más del Estado en las relaciones familiares, al tiempo que malversa la última voluntad de un difunto que quiso transmitir o donar a sus herederos lo obtenido con su esfuerzo personal.
Nuestra historia tributaria da cuenta de la existencia de una incompatibilidad entre el impuesto a la herencia y el impuesto al patrimonio global de las personas. Los países que gravan la transmisión gratuita de bienes no suelen tener impuestos a los bienes personales, como ocurre en la Argentina, donde además las propiedades inmuebles y los automotores están gravados con otros impuestos superpuestos, como el inmobiliario y el de patentes, respectivamente, por no hablar del gravamen sobre las grandes fortunas creado en la actual gestión gubernamental nacional.
La territorialidad plantearía no pocos problemas si el proyectado impuesto se aplicara en algunas provincias. Como afirma el especialista Santiago Sáenz Valiente, si se diseminara este gravamen en varios o en todos los distritos provinciales, se requeriría plantear pagos a cuenta cruzados en virtud de la ubicación física de los bienes alcanzados.
La norma que rige hoy en el ámbito bonaerense, por ejemplo, ya depara facetas que lo tornarían inconstitucional. “Se trata de una carga fiscal con fuertes distorsiones, pues se tributa finalmente por inmuebles y bienes registrables, se fijan presunciones inaceptables y se pretende alcanzar los bienes que se hallan en extraña jurisdicción e incluso en el exterior del país, por el mero hecho de que el beneficiario resida en la provincia de Buenos Aires”, asevera Sáenz Valiente.
Abundan las distorsiones que generaría en la práctica el proyectado tributo: desde quienes quieran obsequiarle a su hijo un inmueble y adviertan que podría resultar más rentable venderlo y darle el dinero para evitar el pago del impuesto hasta el caso de un matrimonio que se divorcia y en el que una de las partes, a la hora de la división de bienes, desea cederle a su excónyuge más de lo que le correspondería, pero se vería obligada a tributar el impuesto si se entendiera que se trata de una donación.
La cada vez más asfixiante presión tributaria solo consigue que un creciente número de personas de buen poder adquisitivo elijan radicarse en otros países o mudar su residencia fiscal. El informe Ieral de la Fundación Mediterránea reportó que, de 2019 a 2020, se triplicó la cantidad de argentinos que tramitaron residencia fiscal en Uruguay y se duplicó en 2021. El vecino país otorga vacaciones fiscales por diez años para todo lo que tengan fuera del país. Lo mismo está ocurriendo con ciudadanos argentinos que fijan su domicilio fiscal en España, Estados Unidos y Paraguay.
Como con muchos otros impuestos, es esperable que la recaudación imaginada por los burócratas por este nuevo tributo termine siendo mucho menor y que los costos de esta irrefrenable voracidad fiscal confiscatoria sean mucho mayores que sus eventuales beneficios.
