El sistema jubilatorio en un mundo que envejece
¿Qué régimen podría aguantar con mujeres que se retiran a los 60 años y hombres a los 65, como ocurría cuando la gente vivía muchos menos años?
Nadie se sorprende hoy por encontrarse con personas de noventa largos años ni tampoco con algunas centenarias. Hasta hace medio siglo esto constituía una rareza que no escapaba a la perspicacia de un periodista a fin de originar entrevistas explicativas sobre las razones de tal o cual longevidad.
Hay países en África en que la edad promedio de la población es de no mucho más de 50 años, pero el mundo tiende a romper la barrera de los 80 años, como el caso de Japón. Esto refleja el triunfo conjunto de múltiples factores, entre los cuales se encuentran los avances de la medicina y el auge de una cultura tendiente a lograr una vida más sana, a partir de ciertos cuidados alimentarios y del ejercicio físico.
Lo que se discute pasa por las inevitables consecuencias de ese formidable progreso. Cabe recordar las protestas callejeras en Europa por iniciativas destinadas a elevar la edad jubilatoria de 60 a 62 años. En nuestro propio país un asunto de este tipo sería motivo de escándalo para quienes siempre reclaman por derechos y nunca pregonan el cumplimiento de los deberes correlativos. ¿Qué sistema de seguridad social podría aguantar por más tiempo con mujeres que se retiran a los 60 años y hombres a los 65, como ocurría en un pasado en que la gente vivía muchos menos años que ahora?
Desde fines del siglo XIX el mundo civilizado procuró conciliar el principio de la seguridad social con las posibilidades de sustentación, tan pendientes de la dinámica demográfica. Un criterio de tan incuestionable razonabilidad haría apropiado elevar la edad jubilatoria a fin de ajustarla al promedio de vida en la contemporaneidad. En un diálogo revelador sobre estos temas entre premios Nobel, realizado días atrás en Madrid, uno de los oradores trazó la magnífica figura de que el envejecimiento debe ser un proceso activo en el que no solo se sumen años a la vida, sino también vida a los años.
Una idea de las complicaciones del sistema previsional argentino la da el hecho de que mientras en 1966 la expectativa de vida en nuestro país promediaba los 65,8 años, cuatro décadas más tarde alcanzaba en promedio los 76,2 años (llegando a 80,1 años en las mujeres). En ese mismo lapso, la población argentina mayor de 65 años pasó del 11,2 por ciento del total a casi el 25 por ciento, lo cual representa un aumento que ronda el 115 por ciento.
Quienquiera que gobierne después de 2020 en la Argentina no podrá ignorar que la actual situación previsional del país es insostenible. Aquellos que a fines de 2017 quisieron poco menos que incendiar el Congreso de la Nación porque discutía modestas reformas del sistema jubilatorio deliraban. O procuraban engatusar con falsas denuncias y promesas a una población que tiende a desentenderse de que el Estado no puede gastar más de lo que ingresa.
Escándalo, verdadero escándalo, es que la Argentina tenga solo 1,3-1,4 trabajadores activos por cada habitante en estado pasivo. Esa es una de las peores relaciones mundiales en la materia. No es mejor performance destinar, como lo hacemos, el 12% del PBI para las jubilaciones, cuando países más desarrollados y con más calificados sistemas tienen un gasto previsional del 9 o del 10% del PBI.
Si los índices de productividad (suma de esfuerzos, innovación, creatividad y resultados) y de sanción a la indolencia y la indisciplina fueran mayores; si en lugar de espantar las inversiones extranjeras con tanta inseguridad financiera, jurídica y física hiciéramos más por atraerlas, el peso del gasto en jubilaciones se aliviaría. Para decirlo con palabras de los premios Nobel en Madrid: es indispensable disponer de instituciones que promuevan de forma sostenible la seguridad social y económica que requiere la sociedad.
¿Vamos a lograr esas instituciones persistiendo en el desquicio administrativo con el que empezó el siglo XXI en la Argentina? Entre 2005 y 2010 (gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner) la cobertura previsional en la Argentina saltó, según datos del Instituto para el Desarrollo Social Argentino (Idesa), del 68 al 91 por ciento de la población. Se hizo por dos moratorias que elevaron el número de jubilados casi cuatro millones, con la particularidad de que estos no habían sido aportantes al sistema o no habían hecho los aportes de ley de manera completa. Así están las finanzas del Estado y el nivel de las remuneraciones jubilatorias, tal desalineadas de los salarios, con excepción de asombrosos regímenes de privilegio.
El sistema ya venía mal desde hacía décadas y terminó por descarrilar a mediados de los noventa, cuando se congelaron, de forma inaudita, juicios en marcha y haberes máximos, y se impusieron topes para el pago de aportes y contribuciones, en violación de principios generales del derecho. Después la Corte Suprema trató de morigerar esa política en los casos conocidos como "Badaro I", "Badaro II" y "Eliff", pero confirmando algunas de sus consecuencias en 2018, en los autos "Gualtieri". Dejó a salvo los derechos adquiridos en expedientes con fallos firmes.
Incluso si la situación del sistema jubilatorio en la Argentina fuera distinta, ¿cómo configurar un estado de normalidad si persiste una situación en la que el 35% de la población activa se halla en la informalidad, sin aportes al sistema de ninguna índole? O con la prolongación de procedimientos por parte del Estado, como los que estafaron a quienes efectuaron aportes voluntarios al sistema de capitalización privado, de los que el Estado se apoderó con desenfado mafioso después de la reforma previsional de 2008, que estatizó los fondos de las AFJP.
El historial pavoroso que hemos descripto exigirá sin tardanzas una revisión completa, más allá de las correcciones a las que con buena voluntad ha propendido el actual gobierno. Deberá ser una revisión de conceptos y de políticas y, sobre todo, de modernización a la luz de un mundo que ha cambiado en todos los órdenes en los últimos cien años. Y que cambiará aún más cuando en dos o tres décadas el número de personas de la tercera edad supere al de los niños y jóvenes en la temprana adolescencia.