El valor de la palabra presidencial
A las disputas internas y la falta de planes del oficialismo, se suman expresiones desafortunadas del Presidente, que acentúan la falta de confianza
Pocas veces ha habido mayor alarma por el irresponsable comportamiento de un gobierno que ha agravado –lo que es decir mucho– la irreflexión con la que actuaron las anteriores administraciones del kirchnerismo.
Ha sido así, en parte, por la obcecación de la lideresa de esa fracción del peronismo y de la guardia dura que la rodea por sumir a la constelación peronista en reyertas internas con tal de no perder sus privilegios ni la ilusión de prolongarse en el tiempo. Y, en parte, ha sido la consecuencia natural de comportamientos tan cambiantes e impredecibles del Presidente que, cuando habla, abre una única expectativa: la de saber cuántas horas tardará en rectificarse. Incluso, María Estela Martínez de Perón era más sobria.
Todos los días aparece una novedad destinada a sobresaltar los ánimos de quien quiera observar con relativa razonabilidad los acontecimientos políticos
Es un estilo con el cual es imposible gobernar de modo coherente, homogéneo, eficaz. Si deja atónitos a funcionarios de gobiernos y organismos internacionales con los que el país mantiene relaciones, no menor es el grado de perplejidad en que hace caer a la sociedad a raíz de la devaluación de la palabra que en tiempos más lejanos se honraba. Hoy, la palabra oficial vale menos que la moneda.
Todos los días aparece una novedad destinada a sobresaltar los ánimos de quien quiera observar con un grado de relativa razonabilidad los acontecimientos públicos. Cómo no va a entenderse, entonces, el estupor de las autoridades norteamericanas después de que en violación de normas protocolares de aplicación generalizada el presidente Fernández descalificara ante el mismísimo presidente ruso los vínculos de la Argentina con los Estados Unidos. Lo peor es que esa violación se produjo al cabo de las gestiones exitosas de la diplomacia y del Ministerio de Economía a fin de que Washington actuara como intercesor de buena voluntad en las dificilísimas gestiones argentinas ante el Fondo Monetario Internacional.
La política internacional está lejos de constituir el ámbito apropiado para tomar el pelo a nadie y menos a países con una larga tradición de amistad hacia la Argentina. Sin duda que esto no lo ha comprendido nunca el kirchnerismo y menos desde que aglutinó en su patio interno a cuanto huérfano vernáculo de la ex Unión Soviética y de otras versiones marxistas encontró en disponibilidad a su paso.
A la devaluación de la palabra presidencial contribuyen también expresiones poco o nada meditadas antes de ser hechas públicas. En un reciente acto por el Día de la Mujer, señaló que había conocido “muchos más canalles heterosexuales que homosexuales”. Y días atrás, en medio de la crisis humanitaria desatada por la invasión rusa a Ucrania, utilizó la palabra “guerra” para anunciar un combate, tardío por cierto, contra la inflación.
Debe comprenderse la dimensión del error de haber acompañado un liderazgo sin otro norte firme que el de encontrar medios de privilegio para evadir condenas por delitos de corrupción cometidos desde el Estado
Día tras día, el Gobierno va sumando hechos que avergüenzan. La magnitud de los desafueros que repercuten como eco de lo que sucede termina por desviar la atención de lo esencial: la degradación del país es de tal magnitud que podría terminar, sin cambios drásticos en la dirección que lleva, en la misma ciénaga que los países parias del continente: Venezuela, Cuba, Nicaragua. Si esto es producto de la ignorancia orgánica de los protagonistas o de la perversión ideológica ínsita en el fenómeno que ha ido desnaturalizando al peronismo, para hacerlo aún peor de lo que era, no lo sabemos con exactitud.
Podemos pronunciarnos por uno u otro motivo como desencadenante de un caos gubernamental que tiene al país al borde del precipicio. Pero lo esencial no está en saber los orígenes inmediatos de una desviación de la que a su tiempo se ocupará la historia, sino en apreciar la magnitud de un peligro tan inminente como indeseado: así como vamos, la chavización de la Argentina se hará inevitable. Y, si esto ocurriera, el instinto democrático de la sociedad no podrá resolverlo por largo tiempo.
En los últimos casi cuarenta años el ingreso per cápita de los argentinos ha crecido apenas el 0,6%. Eso y nada es casi lo mismo. En cambio, es sideral la diferencia entre tener, como teníamos, sólo el 6% de la población en la línea de pobreza y aproximarse, como ahora, al 50%. Estamos hablando de un porcentaje vergonzosamente indigno de nuestro historial como nación, pero aún insuficiente, por lo que se observa, para suscitar la reacción de una casta política que no se pregunta por qué la Argentina se rezaga en relación con casi todos los otros países del orbe. Pierde con desfachatez el tiempo en culpabilizar a fuerzas imaginarias, próximas o remotas.
Ha debido volver al país un jugador de fútbol que brilló por años en el Reino Unido, como Sergio “Kun” Agüero, para que sus palabras de ingrata sorpresa por el estado de la ruta 6 conmovieran a la opinión pública más allá de lo habitual. Puso al desnudo el estado de la infraestructura vial, que ha hecho inviables a muchos pueblos rurales del país. Fue un golpe al plexo del gobierno nacional, y por extensión, al gobernador bonaerense, extasiado días atrás por haberse encontrado en Moscú con momias de uno de los regímenes más crueles que haya sufrido la humanidad. Esos son los modelos apreciados por el extraño gobernador Kicillof.
El Gobierno se deja lisonjear por figuras del espectáculo remuneradas desde el oficialismo a través de diversos medios. Sería preferible que pusiera más interés en escuchar a deportistas con mirada comparativa que, habiendo superado las limitaciones extremas de crianzas en villas miseria de nuestro conurbano, han desarrollado en Europa la perspicacia suficiente para comprender lo grave de nuestro deterioro como país.
Tiempo atrás, en un trabajo profesional, el exministro de Economía Remes Lenicov dijo como al pasar: “Crear riqueza no es pecado”. En esa línea podría complementarse su comentario: “Destruirla, como lo han hecho las políticas populistas, sí lo es”.
No hay una grieta en la Argentina. Hay un abismo que se ahonda día tras día entre quienes la destruyen y quienes alientan la recuperación de sus energías morales, de su economía, de la lozanía de las instituciones republicanas y de las relaciones sensatas con el resto del mundo. Las voces de cinismo que pretenden acallar, con medios brutales en unos casos y sutiles en otros, a la disidencia escandalizada por las políticas que van en sentido contrario, no podrán prosperar. La realidad ordena las conductas cívicas en función de las urgencias de la República.
Las manos solidarias deben extenderse hacia las de quienes al fin reaccionen y se pongan al frente de una impostergable cruzada, comprendiendo la dimensión del error de haber acompañado un liderazgo sin otro norte firme que el de encontrar medios de privilegio para evadir condenas por delitos de corrupción cometidos desde el Estado.
Esto requerirá renunciamientos honrados y compromisos confiables y una cuota de valentía republicana que la ciudadanía sabrá reconocer. Deberá comenzarse por devolver a la palabra el valor del que se la ha privado.