Enemigo exterior, anterior o interior: tríptico de la inoperancia
No será buscando enemigos comunes como se pondrá a la Argentina de pie, sino generando confianza en la sociedad en general y en los agentes económicos en particular
Los populismos crean mitos de enemistades para aglutinar apoyos internos y disimular falencias de gestión. En el extremo, para “ir por todo”. Pero, como hubiera dicho Raúl Alfonsín, a contrario sensu, “con antagonismos, no se come, ni se cura, ni se educa”.
El enemigo clásico siempre ha sido el externo. Desde el cisma anglicano (1534), la “Pérfida Albión” antagonizó a la Hispanidad y esa alergia por lo británico, reflejada en la Vuelta de Obligado y la Guerra de las Malvinas, subsiste hasta ahora, aunque eclipsada por otro rival. El conflicto hispano-norteamericano de 1898 impulsó un sentimiento antiyanqui con la prédica romántica de Rubén Darío, José Martí y José Enrique Rodó, entre otros. La Revolución Cubana convirtió esos poemas en fusiles, creando una cuña ideológica para atacar al capitalismo y al sistema republicano de frenos y contrapesos. En la Argentina, el kirchnerismo lo ha adoptado como marca registrada de su política exterior, al punto de ofrecerle a Vladimir Putin, el criminal dictador ruso, ser la puerta de entrada a América Latina, con tal de irritar a la nación donde buscan refugio quienes huyen de otros “putines” vecinos.
El concepto de enemigo interior fue instalado por Juan Domingo Perón cuando habló de “antipatria” y de “cipayos” sin darle un contenido marxista sino nacionalista, como correspondía a sus simpatías fascistas. Fueron John W. Cooke, Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Ortega Peña y otros padres del socialismo nacional quienes corrieron la línea divisoria, separando al proletariado de la burguesía. Según ellos, solo los campesinos y los explotados son el verdadero “pueblo”. Las clases medias tendrían, como lo enseña el marxismo, más intereses en común con sus correlatos extranjeros, que con sus raíces vernáculas. Mejor que se vayan o se empobrezcan, sugirieron, y el kirchnerismo lo está logrando de ambas maneras.
El enemigo anterior es una variación pragmática de los otros dos. No requiere mucha ideología responsabilizar a gobiernos del pasado por desaguisados del presente. Solo habilidad discursiva y facilidad para la mentira. La fragilidad de la memoria, la complejidad de los hechos, la invención de causalidades y la imaginación contrafáctica, permiten a los inoperantes culpar a la Campaña del Desierto, a la “década infame”, a la dictadura militar, al menemismo o al macrismo por la crisis actual.
El Frente de Todos se mueve dentro de ese tríptico ideológico pasando de un enemigo al otro. Cuando no es Macri, es el FMI. Cuando no es Pfizer, es Moderna. Cuando no es Sarmiento, es Roca. Cuando no es el campo, son los porteños. Cuando no son los que remarcan, son los que fugan. Cuando no son los medios, son las redes sociales, que intoxican. Cuando no son las aceiteras, son las alimenticias. Cuando no es el paleoliberalismo, es su neoderivación ajustadora. Cuando no es el tribunal supremo, es la Justicia “ilegítima”. Cuando la culpa no la tiene Israel (por defenderse de Hamas), la tiene Ucrania (por creerse europea).
A nadie se le cae una idea innovadora para bajar la inflación, impulsar el crecimiento y dar empleo. Solo se imaginan más exacciones para no reducir el gasto público
El enemigo exterior, el enemigo interior y el enemigo anterior, son muletillas que proveen eslóganes a inoperantes para que los armen, según la oportunidad, como “rastis” discursivos. Fuera de ellas, a nadie se le cae una idea innovadora para bajar la inflación, impulsar el crecimiento y dar empleo. Habituados a la renta del campo, que ahora no alcanza, sus mejores cerebros solo imaginan más exacciones para no reducir el gasto público, como lo ordena la vicepresidenta Cristina Kirchner, temiendo perder su capital político. Y con ello, su impunidad.
Sin ideas, el camporismo intenta suplir su oquedad con activismo físico: recorrer calles, cortar avenidas, llenar plazas, desplegar pancartas y arengar en tribunas. A ello se llama militancia: un ir y venir chapucero para ganar poder con dineros públicos y ajeno a las urgencias populares. Aunque repitan que gobiernan para todos y todas, “con la gente adentro” y no para pocos, cada vez hay más gente afuera, sin pan y sin trabajo, Fuera del sistema laboral, sin ordenador familiar, sin autoestima y con hijos que abandonan la escuela para ayudar a sus padres, por derecha o por izquierda.
Cuando el canciller Santiago Cafiero se refirió a los “unicornios” argentinos en su destacada presentación en Dubái, omitió decir, aunque quizás nadie lo entendió, que esas empresas fueron creadas por connacionales que, en su mayoría, se radicaron en el exterior para estar fuera del tríptico ideológico del Gobierno.
Algún profesor de la Universidad de Columbia debería enseñarles que los buenos tiempos peronistas no volverán cuando la Argentina alcance su autarquía, las empresas estatales exporten, se elimine la dependencia, se vayan las multinacionales, las tarifas acompañen a los salarios y la economía se someta a la política.
Denunciar enemigos exteriores, interiores o anteriores no es la forma de poner a la Argentina de pie. La única manera pasa por crear confianza, aunque eso contradiga la base misma del acuerdo que llevó a Alberto Fernández a ser presidente de la Nación, a Sergio Massa a la presidencia de la Cámara de Diputados y a Cristina Kirchner a fijar el rumbo del país desde su apedreado despacho en el Senado de la Nación.