La Argentina posible, siempre imposible
Los debates que tuvieron lugar en los sucesivos coloquios de IDEA dan cuenta de la incapacidad de nuestros gobiernos para resolver viejos círculos viciosos
El reciente Coloquio de IDEA celebrado en Mar del Plata llevó el número 58. Desde 1964, el Instituto para el Desarrollo Empresarial de la Argentina organiza ese encuentro anual de empresarios, políticos, sindicalistas y funcionarios para discutir temas relevantes para el desarrollo argentino. Más de medio siglo de ilusiones para concretar una Argentina posible, que nunca fue.
En 1988, durante el coloquio celebrado en Bariloche, comenzó a urdirse el apoyo del grupo Bunge y Born a Carlos Menem, a partir de una colaboración que puso la piedra fundamental del giro peronista hacia las reglas de mercado. En 1995, nuestro recordado Germán Sopeña, secretario general de Redacción de LA NACION, conoció de cerca el exitoso proceso de estabilidad con crecimiento llevado a cabo por Ruth Richardson, la entusiasta ministra de economía de Nueva Zelanda, quien fue invitada a participar como principal figura en el 31er Coloquio, también en Bariloche. Las reformas propuestas cautivaron a los asistentes y al Gobierno, de modo que Richardson volvió a la Argentina invitada por el jefe de Gabinete Eduardo Bauzá, para asesorar en los temas argentinos, pero –según ella misma lo declaró– el presidente Menem ya había perdido interés en llevar a cabo los cambios estructurales. Pensaba en la reelección, que arruinó la convertibilidad por un puñado de lentejas, armando la bomba que el kirchnerismo potenció en forma exponencial. Su tictac aún desvela a los argentinos.
Nuestro inolvidable Germán, que asistió a todos los coloquios posteriores, falleció en un accidente aéreo en 2001 en viaje a El Calafate junto con Agostino Rocca, presidente de Techint, cuando iban a realizar un homenaje al perito Moreno en el glaciar homónimo. No llegó a participar del 37º Coloquio de ese mismo año, en Mar del Plata, cuando el ex primer ministro español Felipe González confesó no encontrar ninguna “explicación racional” a que la Argentina no hubiera alcanzado un acuerdo básico para cambiar su curso histórico, renunciando todos los sectores “a sacar cualquier tipo de ventaja”. Parecido al “Ceder para crecer” que convocó al reciente foro que concluyó días atrás en Mar del Plata, 21 años más tarde.
Si Sopeña viviera hoy, se sorprendería al ver cómo la Argentina ha sido sorda a tantos esfuerzos, tantas ponencias, tantas recomendaciones de empresarios y políticos; científicos y filósofos; dirigentes sociales y religiosos; ejecutivos y pensadores, nacionales y extranjeros. Durante más de medio siglo, han variado los asistentes, pues en sus comienzos casi todas las grandes empresas eran de argentinos y, con el tiempo, ante la falta de acceso al mercado de capitales, la mayor parte fue adquirida por multinacionales, de modo que muchos de sus voceros actuales tienen la prudencia que requieren sus protocolos internos. Un caso proverbial fue el de Alfredo Coto, empresario sin pelos en la lengua, quien en 2005 presidió el Coloquio 41º y luego fue intimidado por Néstor Kirchner por haber usado ese foro para criticar la inflación. Jugando con el eslogan del supermercado, el entonces presidente de la Nación le dijo: “Señor Coto: yo lo conozco”, imputándole falsa y vilmente “saquear el bolsillo de los argentinos”. Con mayor tacto político, el año siguiente IDEA designó presidente del 42º Coloquio a Enrique Pescarmona, dueño de Impsa, quien halagó la política económica oficial como devolución de favores por el apoyo que el gobierno le concedió.
Con su pluma fácil y atractiva, Sopeña hoy podría describirnos cómo sería la Argentina que él imaginaba al comenzar el siglo XXI, tan diferente a las resignadas propuestas actuales, constreñidas por la magnitud de los problemas, la dimensión de la pobreza, la gravitación de los intereses creados y las distorsiones ideológicas implantadas por el kirchnerismo.
Este gran viajero y amante de los ferrocarriles nos diría que, en una Argentina posible, las principales ciudades del interior se destacarían a la distancia por sus torres de cristal debido al estallido de sus agroindustrias y las del conocimiento. Ello convocaría a jóvenes a radicarse en ellas para mejorar su calidad de vida y también provocaría migraciones internas “virtuosas” de los grandes conurbanos a esos nuevos núcleos de desarrollo con oportunidades de empleo genuino, lejos de los acampes porteños y la sumisión a los líderes piqueteros.
Explicaría que no es cuestión de soplar y hacer botellas, sino que se requieren reformas estructurales para cambiar precios relativos. Esto es, cambiar la matriz de costos y hacer que cada sector esté alineado con los precios internacionales para que la Argentina pueda insertarse en el mundo, exportar aquello que se produzca en forma competitiva, sin subsidios ni privilegios, e importar, sin cupos ni limites, lo que cada empresa requiera para integrar sus procesos productivos a menores costos. Como resultado, el público tendría acceso a bienes de calidad mucho mejores y más baratos, mejorando así el poder adquisitivo del salario hasta alcanzar niveles de países desarrollados. Sin la locura actual de paritarias que solo pretenden ganarle a la inflación en un marco de decadencia.
No hay solución alguna, ni para unos ni para otros, sin crecimiento. Toda presión sobre el gasto, invocando motivos sociales, se transforma en más inflación
Esas reformas deben incluir reducción del gasto público y reformas monetaria (para eliminar la inflación), jubilatoria (para equilibrar las cuentas fiscales), laboral (para aumentar el empleo regular) y regulatoria (para eliminar protecciones sectoriales). Si el único cambio que nuestros políticos sueñan es Vaca Muerta, pensaría Sopeña, tendremos un nuevo fracaso si la leche de esa “vaca” sirve para seguir financiando el gasto y los privilegios sectoriales, sin reforma alguna.
Sopeña explicaría que cambios tan profundos requieren también una mística que permita transmitir a la población el entusiasmo y las ganas de vivir en un país como el soñado. Y si se lograse esa esperanza colectiva, aunque fuera la “fe del carbonero”, se generaría una percepción de viabilidad sostenible, impactando en el riesgo país, la demanda de moneda, la disponibilidad de crédito y la profundidad del mercado de capitales. Estos conceptos, más abstractos, son los que permitirán que los empresarios ahora favorecidos por la economía cerrada adviertan que ha llegado el tiempo de cambiar y puedan hacerlo con financiación a costo razonable, con insumos baratos y sin industria del juicio.
También los sindicatos deberán comprender el potencial de crecer incorporando a quienes salgan de la economía informal, incluyendo la economía popular. Y que los asalariados tengan mejoras de sueldos reales y acceso al crédito para cambiar de vivienda o comprar una moto o un auto. No hay solución alguna, ni para unos ni para otros, sin crecimiento. Toda presión sobre el gasto, invocando motivos sociales genuinos y conocidos, se transforma en mayor inflación. El círculo vicioso de la pobreza no tiene solución sin inversión.
Ignorando el único camino para hacer realidad la Argentina posible, el kirchnerismo tricéfalo solo está interesado en la impunidad de la vicepresidenta con manoseos que agravarán la situación para el futuro. Los jóvenes de La Cámpora solo creen en la mística fracasada del guevarismo, condimentada con reclamos tribales e identitarios que nada aportan.
Tampoco la oposición parece capaz de inspirar ese sueño común que saque a los argentinos del desencanto. Hay que saber enamorar para que todos quieran vivir ya ese futuro.
No es tema de halcones y palomas. Los primeros deben aportar su conocimiento acerca del cómo hacer. Y las segundas, que se autoperciben más empáticas y solidarias, deben arrullar ese sueño inspirador para que el cambio sea viable y duradero.
Las reformas solo serán posibles si la población es capaz de salir del pozo emocional e imaginar cuánto mejor estará en un contexto diferente. Ello debe explicarse bien para generar esa esperanza para sí y para sus hijos, ofreciendo trabajo, salud y vivienda a los mayores, además de educación y oportunidades para quienes recién comienzan a recorrer la vida.