La peligrosa dialéctica sobre el golpismo
Con sus falsas denuncias sobre intentos desestabilizadores, la Presidenta recurre a una remanida fórmula dirigida a silenciar a sus críticos
Tildar de golpista a un disidente es una vieja fórmula del autoritarismo tendiente a silenciar las críticas a un gobierno. Es la modalidad elegida por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner tanto para desacreditar a sus críticos como para dar rienda suelta a un relato épico que disimule las falencias de su gestión. Lo grave de esta estrategia de comunicación presidencial es que no daña tanto a sus adversarios como a las propias instituciones y la imagen del país.
Ninguna república donde su primer mandatario anda denunciando con llamativa reiteración intentos de golpes destituyentes contra su gobierno puede ser bien vista en el mundo. Incluso cuando esas denuncias, como en el caso de la Argentina, carezcan de fundamento alguno.
Si bien las denuncias de Cristina Kirchner acerca de conspiraciones contra su gobierno han sido recurrentes a lo largo de su gestión, en las últimas semanas recrudecieron a propósito de la convocatoria a la Marcha del Silencio en homenaje al fiscal Alberto Nisman.
Tras la multitudinaria movilización bajo la lluvia que caracterizó al recordado 18-F, la jefa del Estado expresó que esa concentración representó el "bautismo de fuego" del "partido judicial", al que calificó como "nuevo ariete contra los gobiernos populares, que suplanta al partido militar en el rol que, en el trágico pasado, asumiera respecto de gobiernos con legalidad y legitimidad democrática". En su ataque, arrastró a fiscales y jueces que tomaron parte de la marcha, a empresarios y a medios de comunicación que no se han dejado seducir por el relato oficial.
En su afán por desacreditar a todos los sectores críticos de su gestión, apuntó que todos ellos pretenden "desestabilizar al Poder Ejecutivo" y "desconocer las decisiones del Poder Legislativo". Como si una de las funciones del Poder Judicial no fuera el control de constitucionalidad de las leyes y de cualquier decisión de la presidenta de la Nación. Como si pretendiera ignorar las premisas elementales sobre las cuales se funda una república, empezando por el principio de división de poderes. Y como si la libertad de expresión pasase a convertirse en un acto golpista cuando se emiten cuestionamientos a una gestión gubernamental.
Si realmente estuviéramos frente a un intento de golpe de Estado como el que sugiere, la Presidenta debería presentar inmediatamente una denuncia ante la Justicia. Algo que probablemente no haga porque ha de saber que incurriría en el delito de falsa denuncia, que tipifica el Código Penal.
Frente a las delirantes acusaciones formuladas por la primera mandataria, jueces y fiscales se unieron en la firma de un documento en el que rechazaron la idea de que constituyan un "partido judicial". Al mismo tiempo, consideraron que el ataque presidencial representa un vulgar y peligroso "intento de presión y condicionamiento".
Está claro que no hay ninguna conspiración en marcha contra el gobierno de Cristina Kirchner. Hasta sus más duros opositores ansían como nadie llegar a las elecciones presidenciales para vencer al oficialismo en las urnas e iniciar una nueva etapa política. Nadie está pensando seriamente en impedir que las autoridades constitucionalmente elegidas en 2011 se retiren del poder antes de lo previsto por nuestra Ley Fundamental.
Resulta claro también que los ataques de la Presidenta contra ciertos jueces y fiscales obedecen a que buena parte del futuro del kirchnerismo no se jugará tanto en los próximos comicios como en los tribunales, donde abundan las causas por hechos de corrupción que vinculan a funcionarios del Gobierno.
La reciente confirmación del procesamiento de Amado Boudou en una de las tantas causas judiciales que debe afrontar y la ratificación del juez federal Claudio Bonadio en la investigación sobre la escandalosa causa Hotesur, en la que se encuentran involucrados Cristina Kirchner y su familia, y el pseudoempresario Lázaro Báez, alteraron seguramente a la jefa del Estado y la llevaron a redoblar sus habituales críticas tanto a opositores como a magistrados y fiscales que llevan adelante investigaciones sobre casos de corrupción.
Los desbordes emocionales pueden explicarse por el miedo a la cárcel de alguien que se aferra a lo que tiene como mecanismo de autodefensa. La denuncia sobre un "partido judicial", al que, con un llamativo lenguaje castrense, se compara con un "partido militar" de otras épocas, no es más que un artilugio presidencial para presionar y amedrentar a los jueces y fiscales que el 18 de febrero escucharon un silencioso clamor ciudadano por justicia y por el fin de la impunidad.
Es de esperar que, en su inminente discurso ante la Asamblea Legislativa, la Presidenta no pretenda profundizar este camino de discordia y autoritarismo. Sería deseable que el mensaje presidencial nos alejara del espejo de la pobre Venezuela.
Es menester que el fanatismo y la vehemencia desbordada cedan frente a la imperiosa necesidad del diálogo y de la concordia. Es imprescindible recoger el mensaje del papa Francisco sobre la importancia de crear y edificar una cultura del encuentro, un valor contrapuesto a la estrategia de confrontación permanente que realimenta a diario la Presidenta. Por el bien de la Argentina y también de la propia titular del Poder Ejecutivo Nacional.