La reedición de viejos horrores
Cualquier mención a campos de concentración o de confinamiento produce un profundo escozor. La historia registra tristes capítulos asociados a centros de detención masiva en los que se priva de su libertad a las personas y se las somete a condiciones de vida infrahumana, cuando no a la muerte. Se trata de individuos confinados obligadamente por su mera pertenencia a una etnia, grupo, religión, orientación sexual u organización en particular, y siempre por fuera del sistema judicial.
Poco hemos aprendido de las enseñanzas que nos deja la historia y debemos continuar lamentando la siniestra existencia de estos espacios, que no han desaparecido del mapa contemporáneo.
En los primeros campos de concentración, allá por el siglo XVIII, los rusos encerraban a sus prisioneros polacos o lituanos. En 1899, los norteamericanos enfrentaron a los filipinos y terminaron torturando y ejecutando a muchas personas en esos campos. La guerra británica contra los bóeres, de comienzos del siglo XX, también los conminó a campos de la muerte.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis operaron decenas de instalaciones de detención de población judía, antes de someterla al horror de lo que se conoció dramáticamente como el Holocausto.
Los norteamericanos recurrieron a ellos también para encerrar, durante la Segunda Guerra Mundial, a los japoneses.
Hoy, esos campos son utilizados por el atávico y autoritario régimen que gobierna despóticamente Corea del Norte. Rebautizados perversamente como campos de "reeducación", constituyen una ofensa masiva contra la humanidad al someter a los internos a trabajos forzados y a técnicas de lavado de cerebros.
Lamentablemente, también se han reeditado en los últimos tiempos para alojar a quienes, huyendo desesperadamente del horror de una guerra o un cataclismo, o de la miseria y el hambre, emigran de sus países en busca de una vida digna y terminan muchas veces aprehendidos y encerrados.
Nos referimos a 70,8 millones de personas, el 85% de las cuales son mujeres y niños, que han tenido que abandonar sus hogares. Muchas son deportadas a sus lugares de origen, viendo cómo sus sueños y esperanzas se truncan abruptamente o cómo su alojamiento provisional se convierte en permanente, muchas veces sin respeto por sus más elementales derechos.
Por sus dimensiones, muchos de estos asentamientos pueden asimilarse a auténticas ciudades, con hospitales, escuelas y tiendas en algunos de ellos. Tal el caso del de Kutupalong-Balukhali (Bangladesh), que tiempo atrás alojaba a 670.000 personas; o de Dadaab (Kenia), con una mayoría de somalíes; o de Dollo Ado y Kakuma (Etiopía), donde viven alrededor de 200.000 refugiados; o de Zaatari (Jordania), con casi 80.000, según datos de la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Desde el comienzo de la guerra civil en Siria, el Líbano ha absorbido más de un millón de refugiados.
El debate respecto de la asimilación de los centros de detención de migrantes del sur de Estados Unidos -unos 200 lugares en los que diariamente están detenidas más de 50.000 personas con otros campos de concentración ya se ha instalado. Refugiados, indocumentados y solicitantes de asilo, muchos de ellos menores de edad, soportan condiciones de encierro claramente infrahumanas, que el propio presidente Trump describió como "terribles".
Recientemente, la Corte Internacional de Justicia de la ONU ordenó a Myanmar proteger a la comunidad rohingya de un potencial genocidio por parte de las Fuerzas Armadas del país, donde se corroboraron verdaderos actos de guerra contra ese grupo musulmán minoritario. Del mismo modo, la ONU acaba de advertir sobre una escalada de la guerra civil que desangra a Siria desde hace casi una década.
Hay, felizmente, diversas ONG que se ocupan de procurar recursos para mejorar la situación de quienes quedan confinados a estos infames sitios, en procura de ayudarlos a evitar penurias, mediante el despliegue de una abnegada labor humanitaria.
Timothy Snyder, profesor de Historia de la Universidad de Yale, especializado en el Holocausto, señala: "Si no podemos mirar con atención el pasado, no tenemos otra manera de ser críticos con el presente. El asunto crucial es el Estado de Derecho: un campo de concentración es una zona donde el Estado de Derecho no se aplica", sostiene. No podemos construir una sociedad más justa y más humana al margen de él.
La humanidad debe encontrar respuestas adecuadas a todo un cúmulo de dolorosas nuevas situaciones para evitar reiterar tragedias o incurrir en viejos horrores. La indiferencia no será nunca buen camino.