Populismo sanitario: ¿un Vicentin en la salud?
El sistema privado de salud está en condiciones de superar los desafíos que la pandemia le plantea si el Estado cesa de cargarle costos y detiene la litigiosidad
Muchas obras sociales nacionales, como las de los empleados de comercio o los gastronómicos, se encuentran en crisis por la abrupta caída de sus ingresos. El Estado ha otorgado subsidios para apoyarlas, pero nunca serán suficientes. Al igual que las empresas de medicina prepaga, han debido enfrentarse a esta situación inesperada con una debilidad estructural: los costos insoportables causados por años de populismo sanitario.
Además de la baja de ingresos, el Covid-19 ha aumentado los gastos prestacionales, con más internaciones, más traslados, más insumos. La menor cantidad de consultas, estudios y cirugías son postergaciones acumuladas, con graves proyecciones sobre la salud derivadas de accidentes cerebrovasculares, infartos o enfermedades que requieren un tratamiento temprano, que se pudieron haber prevenido en circunstancias normales. Las empresas de salud privada están asumiendo aquellos gastos, no obstante ser una pandemia que los seguros excluyen, en un acuerdo tácito con las autoridades, aunque con final incierto. Pero están muy debilitadas, como las obras sociales, por la pesada mochila del populismo sanitario.
Como ya hemos señalamos desde estas columnas, tal situación comenzó hace un cuarto de siglo, cuando los políticos encontraron la solución mágica de trasladar a las obras sociales y a las prepagas la cobertura de prestaciones de alto costo cuya atención correspondería al Estado, sin hacerse cargo de su financiación.
En 1996 se creó el Programa Médico Obligatorio (PMO) con el propósito de que tanto las obras sociales como la medicina prepaga incluyesen en todos sus planes determinadas coberturas básicas. Si bien el propósito era loable en su origen, el germen del populismo sanitario lo malogró, ya que sin ton ni son se fueron agregando todo tipo de prestaciones muy costosas que lo desnaturalizaron, mediante leyes especiales que en ningún caso previeron de qué manera se financiarían, con el agravante de que para los tribunales lo que se había pensado como un techo se transformó en un rascacielos sin límite de altura. Así se incorporaron tratamientos para la atención de casos de sida, de adicciones o de trastornos alimentarios; para pacientes ostomizados o con epilepsia, hipoacusia o enfermedades poco frecuentes, así como el costo de la fertilización asistida y de los anticonceptivos hormonales, entre muchos otros. Todo ello llevó a deteriorar las economías de las obras sociales y al inevitable incremento de cuotas a los afiliados a la medicina prepaga.
La ley de discapacidad fue objeto de protección amplísima y de límites difusos entre la atención médica y las prestaciones sociales (escuelas, traslados, geriátricos, acompañantes y cuidadores). Obras sociales y prepagas deben solventar tareas de cuidado que otrora cumplían las familias o el Estado, imposibles de medir y controlar. Se han transformado en parte sustancial de la carga de las entidades, aunque la población en general lo ignora. Un verdadero "agujero negro" en las finanzas del sector. Esto hace que casi el 50% de las erogaciones del Fondo Solidario de Redistribución, que administra la Superintendencia de Seguros de Salud, se dediquen a discapacidad, de las cuales, a su vez, la mitad se aplican al pago de transporte y escolaridad, que son prestaciones claramente sociales y no de salud.
Esas distorsiones se agravaron 15 años más tarde cuando se reguló la medicina prepaga, convirtiéndola en una suerte de servicio público, desnaturalizando el carácter contractual de la prestación al imponerle la afiliación sin períodos de carencia, con enfermedades preexistentes o con edad superior a 65 años, quitándoles el derecho a fijar el precio de sus planes, tal como se hace con empresas de gas o de luz. Esta ley impide también a los ciudadanos contratar más o menos coberturas, tomando planes a su medida, según sus deseos y su bolsillo.
La proliferación de normas y lo difuso de sus prescripciones han incentivado la multiplicación de reclamos judiciales. A diferencia de aquellas leyes especiales, que tratan patologías que afectan a grupos de personas, los jueces hacen lugar a acciones de amparo que invocan derechos constitucionales, ordenando a las obras sociales, a las prepagas y ahora también al Estado nacional y a las provincias pagar tratamientos o medicamentos costosísimos, conmovidos por la gravedad de las situaciones planteadas, sin requerir dictamen de organismos oficiales, sin evidencia científica suficiente ni análisis de costo-efectividad para medir el beneficio social de otorgar a cada demandante recursos escasos que serán sustraídos a otros destinos sanitarios quizás más apropiados.
Es un lugar común criticar "lo poco que cobran los médicos", sin advertir que aquellas regulaciones, sumadas a los amparos judiciales, han desequilibrado un sistema que funcionaba en forma razonable. Ni la sociedad ni los políticos advierten que todos los gastos se pagan y que por algún lado reaparecen en la cuenta de fin de mes. A través de aumentos en las cuotas o de mayores impuestos u ocultos tras la menor cantidad o calidad de las coberturas (como los envases más pequeños en tiempos de crisis) se redireccionan fondos para cumplir con estas leyes o con sentencias que muchas veces configuran "abusos de benevolencia" frente al resto de la sociedad.
Como lo vemos con el coronavirus , quienes patentan tratamientos innovadores para enfermedades hasta entonces sin cura o sin paliativos pueden fijar valores discrecionales apuntando a seguros de salud de los países desarrollados o al bolsillo de sectores muy pudientes. Pero en la Argentina las obras sociales y prepagas carecen de solvencia suficiente para soportar semejantes erogaciones, aunque sea doloroso para los pacientes que los necesitan. Este tema tan delicado no puede ser resuelto caso por caso en los ya desbordados tribunales, sino que requiere de normas generales con soluciones sustentables.
Un reciente caso ocurrido en Córdoba sirve como ejemplo de lo mencionado. Hace pocos días, una joven de 22 años que padece fibrosis quística dio a conocer su grave situación mediante una red social. Allí contó que le quedaba poco tiempo de vida, por lo cual solicitaba ayuda. Rápidamente, la Cámara Contencioso Administrativa de 2a nominación de Córdoba resolvió a favor del amparo de la familia de la joven por el que se reclama que su obra social cubra el costo del tratamiento, de 331.000 dólares anuales.
Las obras sociales y prepagas pagan los costos de todas las prestaciones, incluyendo los de sus afiliados en hospitales públicos. Si legisladores y jueces continúan ampliando coberturas sin financiación se corre el riesgo de derrumbar toda la estructura sanitaria, que incluye sanatorios, laboratorios, centros de diagnóstico y tratamiento, lo cual impactará sobre la población por proteger, fin esencial del sistema. Lo que ocurre con algunas obras sociales que interrumpen pagos a prestadores y farmacias, afectando a miles de pacientes, podría expandirse en caso de crisis sistémica.
En nuestro país se ha frustrado la creación de una agencia nacional de evaluación de tecnologías sanitarias para determinar cuáles deben ser las prestaciones que alcance el PMO siguiendo criterios de costo-efectividad y de evidencia científica. Esto debería ser "la Biblia" de las coberturas que el Estado garantiza a todos los ciudadanos, incluyendo aquellas bajo su exclusividad. Una definición taxativa con solidez legal para evitar la "judicialización de la salud". De tal manera el PMO podrá volver a ser un "techo" de las obligaciones de los financiadores, excluyendo las prestaciones superiores cuya responsabilidad deberá asumir el Estado como garante del derecho universal a la salud.
El aislamiento obligatorio ha quebrado la noción de costo de muchas cosas con la excusa de que lo excepcional será transitorio
Es julio de 2020. El aislamiento obligatorio no solamente ha alterado la vida económica del país, roto el equilibrio emocional de las familias y quebrado las finanzas públicas, sino también la noción del costo de muchas cosas, con el argumento de que lo excepcional será transitorio y de que la racionalidad volverá a imperar cuando el coronavirus sea eventualmente controlado.
Además del salvataje a través de créditos y subsidios, el Estado ha irrumpido en ámbitos del sector privado. Se han dispuesto controles de precios; congelación de tarifas de luz, gas, agua y transporte. Se ordenó la hibernación de los abonos de internet, televisión por cable, telefonía fija y móvil, además de regular alquileres, cuotas hipotecarias y tarjetas de crédito. Pero las alteraciones de precios relativos tendrán otras consecuencias negativas: la utilización de los servicios en forma desmedida (all inclusive) y la retracción de la oferta, con freno a las inversiones. A la larga, cuando esa tensión sea insostenible, con cortes y desabastecimiento, un fuerte ajuste será inevitable, como lo demuestra la experiencia.
Para algunos, esta expansión del poder estatal, como un Superman alimentado con emisión monetaria y fortalecido con necesidad y urgencia, demostraría que el Gobierno puede reemplazar el libre sistema de precios por uno de planeamiento centralizado, expropiar cualquier emprendimiento productivo y regular cualquier actividad útil a la política.
En el área de la salud privada también se han planteado medidas en sentido inverso a las aquí propuestas. Como un capítulo más en la historia del populismo sanitario, se ha intentado incluir a las prepagas en la prohibición de cortar servicios (como la luz, gas, telefonía, internet y TV por cable), sabiendo que sería una invitación a dejar de pagar las cuotas y un paso más hacia la asfixia del sistema. En igual sentido, un proyecto de ley de una diputada del Frente de Todos propone reducir a la mitad la cuota de las prepagas durante la cuarentena, agravando la desfinanciación actual y abriendo así la puerta para que "Estado presente" recurra, con entusiasmo, en auxilio de los prestadores.
Lo que estas alocadas iniciativas no se han detenido a considerar es que si para enfrentar la pandemia hoy se cuenta con una importantísima infraestructura de salud que no es estatal y que cubre a casi el 70% de la población, es porque ha sido fruto del aporte de los afiliados a las obras sociales y de las empresas de medicina prepaga, así como también de la visión e inversiones realizadas por quienes las administran o son sus dueños, sin ninguna planificación previa estatal, por lo que sería francamente un despropósito propiciar medidas que conducirán a la destrucción de este sistema, en lugar de generar un marco regulatorio que lo robustezca en beneficio del conjunto de la sociedad.
El sistema privado de salud se encuentra en condiciones de superar los desafíos que la pandemia plantea si el Estado cesa de cargarle costos y detiene la litigiosidad judicial. Como se advierte, es más difícil sobrevivir al coronavirus que a la irresponsabilidad del populismo, en su versión sanitaria.