Proteger el patrimonio cultural
Nuestras columnas han reflejado lo ocurrido recientemente en Italia, donde un tribunal administrativo ha debido laudar en la batalla legal entablada entre dos instituciones públicas para determinar cuál de ellas habría de quedarse con la gigantesca biblioteca formada en vida por Umberto Eco.
La cuestión es demostrativa del cuidado que ponen ciertos países en la defensa del patrimonio cultural. En cambio, algunos sectores de nuestro desolador ambiente político, con bastante frecuencia y recostándose en un falso y mal llamado nacionalismo, suelen desgarrarse las vestiduras e incurrir en ridículas pantomimas cuando alguna empresa industrial, agrícola o comercial pasa de manos locales a extranjeras, como si ese hecho, por sí mismo, implicara que habrán de dejar de pagar impuestos en la Argentina o de contratar personal radicado en el país.
Como no entienden de otros fenómenos más graves, nada dicen cuando nuestro patrimonio cultural desaparece del país. Precisamente cuando se trata de un daño efectivo, irreversible y permanente a la cultura, guardan silencio. En la estrecha visión de muchos de ellos, la palabra "patria" se usa como (falso) argumento sólo cuando se habla de petróleo, aviones, glaciares o minería.
Italia cuenta con un Código de Bienes Culturales y Paisajísticos, que protege a aquellos bienes muebles o inmuebles "que preservan la memoria de la comunidad y de su territorio y promueven el desarrollo de la cultura". Entre sus disposiciones, hay varias que permiten establecer la indivisibilidad de ciertas colecciones, archivos y bibliotecas. En función de esas normas, se decretó la indivisión de la biblioteca de Eco. De allí surgió el debate entre las instituciones académicas interesadas en su preservación.
La Argentina pasa por una larga y triste etapa de penurias. Puede parecer un absurdo y hasta un despropósito cargar al Estado con más funciones, cuando otras más urgentes han sido penosamente abandonadas. Pero no es cuestión aquí de incrementar el gasto público. Se trata de reflexionar acerca de si la Argentina no debería imitar la actitud de otros países de proteger su acervo cultural, lo que muchas veces no implica, necesariamente, el desembolso de dinero.
Existen desde hace muchos años en la Argentina normas que imponen la identificación y catalogación de bienes de valor cultural y no se las cumple. Si una biblioteca como la que formó Eco hubiera existido en nuestro país –y si un hombre con sus calidades intelectuales hubiera vivido aquí– difícilmente nuestras autoridades culturales habrían tomado medida alguna para proteger ese acervo o ponerlo a disposición de investigadores o preservarlo de algún modo. Cada vez que los medios alertan acerca de una pérdida patrimonial en el ámbito de la cultura, lo único que se oye son lamentaciones. Pasos concretos, ninguno.
España acaba de llegar a un acuerdo para que la colección Thyssen Bornemisza no abandone ese país. Es cierto que la situación económica española es sustancialmente mejor que la argentina; pero en escala diversa, los valores en juego son siempre los mismos.
Las empresas y los campos cambian de mano con frecuencia. Pero así como un fértil potrero o un pozo de petróleo no pueden ser llevados fuera del país (y así como se puede gravar a sus propietarios, dondequiera vivan, con cargas fiscales razonables), el patrimonio cultural que deja la Argentina generalmente lo hace para siempre. Las leyes existen; la voluntad de cumplirlas, no.