Reforzar nuestra débil república
Resulta imperioso que el Consejo de la Magistratura deje de tener una mayoría de representantes de la clase política para que retorne el equilibrio en su composición
Allá por noviembre de 2018, en momentos en que tenía lugar en Buenos Aires la cumbre del G-20, Cristina Kirchner dio la nota durante un acto partidario en el que afirmó que el sistema de división de poderes databa de la Revolución Francesa de 1789 y que, por tanto, debía ser cambiado. Según la actual vicepresidenta de la Nación, era propio de una época muy lejana, en la que ni siquiera existía la luz eléctrica, razón que justificaría su desaparición.
Es sabido que Cristina Kirchner añora un régimen distinto del republicano, donde los jueces sean apenas un apéndice del poder político. Su desprecio hacia el Poder Judicial hace que ella vea a los magistrados como una suerte de intrusos o usurpadores por no haber sido elegidos por el voto ciudadano.
Más aún, la actual vicepresidenta reniega del necesario papel de la Corte Suprema de Justicia en el control de constitucionalidad de los actos de gobierno. Según su distorsionada visión, el más alto tribunal de la Nación es un “superpoder” sobre el Ejecutivo y el Legislativo que “quiebra el principio de igualdad ante la ley” y provoca un “desequilibrio total del sistema democrático” que hace que “los jueces gobiernen anulando decisiones propias e intransferibles” del poder político.
Es evidente que la concepción cristinista choca con el ideal republicano y con el propio principio de división de poderes que hace a la esencia de una república.
Aun cuando contradiga no pocos lugares comunes que, sin darnos cuenta, repetimos a diario como si fuesen verdades canónicas, la democracia y la república ni son lo mismo ni nacieron hermanadas. Aquella es oriunda de la Grecia clásica y esta aparece por primera vez en la Roma anterior al imperio. Desde entonces, marcharon por sendas separadas para encontrarse y pasar a ser un modelo único en los Estados Unidos de Norteamérica y luego en la Europa Occidental. Una y otra representan cosas distintas, lo cual no significa que sean contrarias. Lo que en el gran país del norte consiguieron compaginar sus padres fundadores es algo que ha sido difícil de repetir a escala planetaria. De aquí que no resulte una osadía decir que mientras las practicas democráticas abundan –en razón de que hay democracias de todo tipo, tamaño y color– las republicanas escasean.
En nuestro país, donde asumimos como un dato fuera de discusión la esencia republicana y nos llenamos la boca con los valores de la democracia, en realidad existe una democracia consolidada, con inequívocos anclajes populistas, y unos valores republicanos que la más de las veces solo se pueden encontrar en los papeles. En la esencia de una república se halla la así llamada división de poderes, que se reparte en tres espacios diferentes: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Si uno invadiese de manera consciente o con base en una norma el territorio de sus pares, se produciría, tarde o temprano, un avasallamiento que redundaría en desmedro de la república. Por eso es que resulta imprescindible poner tanto cuidado en preservar el equilibrio y separación de los tres poderes, que forman parte de un mismo Estado y necesitan funcionar entre ellos de manera armónica.
En teoría, lo dicho parece fácil de lograr. Llevado el modelo a la práctica diaria, lo que demuestra es que la empresa no es tan sencilla. Sobre todo en los países en donde las constituciones y sus instituciones son, muchas veces, cáscaras vacías a las que se endiosa en los discursos y se pasa por encima, como alambre caído, en los hechos.
De los tres poderes, hay uno que admite obrar conforme a los dictados del gobierno de turno en el caso de que el oficialismo, como resultado de elecciones libres, consiga sentar en las cámaras del Congreso mayorías propias, legítimamente constituidas. Si un determinado partido, sin violentar a sus contrincantes, obtiene una diferencia decisiva a su favor, es lógico que en cierta forma esas mayorías dominantes en el poder legislativo obren en consonancia con el ejecutivo. Sería inadmisible, en cambio, que, por la razón que fuere, la judicatura tuviera que depender directa o indirectamente de los dos poderes restantes. Esto que parece una verdad de Perogrullo es, en realidad lo que sucede en nuestro país.
Estamos todavía lejos de ser una república, básicamente porque el Poder Judicial, con honrosas excepciones, depende fácticamente de quien ocupe el sillón de Rivadavia y de quienes pueblen las bancas del oficialismo en las dos cámaras del Congreso Nacional.
Basta pasar revista a la mecánica consagrada legalmente a los efectos de designar y remover a los jueces, para caer en la cuenta de la subordinación mencionada. A partir de la facultad extendida al Consejo de la Magistratura –donde hoy la mayoría de sus integrantes forman parte de la clase política– de seleccionar y decidir unas ternas que luego son elevadas al presidente de la Nación y al Senado a fin de que estos le den su aprobación, cambien el orden de mérito y, en definitiva, elijan a los futuros magistrados, la independencia del Poder Judicial queda en el limbo. Distinto sería si esas prerrogativas fundamentales –las de nombrar y remover– le fuesen sacadas de las manos a la corporación política que, de tal forma, dejaría de tener injerencia en algo que no le corresponde monopolizar.
La ley reglamentaria del Consejo de la Magistratura, a partir de una reforma impulsada por el kirchnerismo en 2006, ha consagrado la preponderancia de los representantes políticos, violando el espíritu y la letra de la reforma constitucional de 1994, que establece que el Consejo será integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal, al tiempo que también será integrado por otras personas del ámbito académico y científico. La desproporción en favor de la representación política debería ser resuelta lo antes posible por la Corte Suprema de Justicia.
En tal sentido, merece destacarse y apoyarse el pedido de la Red de Entidades por la Justicia Independiente en la Argentina (Rejia), a través de https://chng.it/Txhj2zKN6N para que el máximo tribunal confirme un fallo de 2015, dictado en una acción promovida por el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, que ordena volver a la composición original del Consejo de la Magistratura, donde había un sano equilibrio entre sus integrantes.
En la medida que las potestades del nombramiento y la remoción de los magistrados no le sean quitadas a la clase política, será inútil pensar que la Justicia pueda ser realmente independiente.