Seguimos siendo presos del pasado
El fallo de la Corte Suprema de Justicia que invalidó las leyes de punto final y obediencia debida pone de manifiesto las dificultades que históricamente ha mostrado la Argentina para procesar su pasado, al tiempo que puede ser una nueva fuente de divisiones y un obstáculo para la necesaria reconciliación nacional.
Parecería que, en los últimos tiempos, nuestra memoria ha quedado anclada en los años setenta, como si fuera el único proceso que integrara el devenir histórico de la Argentina.
La historia nos muestra dos formas de encarar el pasado luego de procesos autoritarios. La primera es la que asumió la llamada Generación del Ochenta tras la tiranía de Rosas y la guerra civil entre unitarios y federales. Se asumió colectivamente la condena de esa época reciente y ello fue instalado como un valor ideológico común. Pero hubiera sido impensable que Roca, al asumir en 1880, buscara procesar o detener a los represores rosistas de 1852. En este caso, la memoria fue sólidamente establecida como fundamento del orden institucional, mas en función de mirar hacia el futuro y de cerrar las heridas antiguas.
El segundo caso fue el del antiperonismo que tomó el poder después de 1955, tras una década de un régimen con rasgos fuertemente dictatoriales más allá de contar con un importante respaldo popular. La persecución del peronismo prosiguió durante casi veinte años. La proscripción del partido en las elecciones de 1958 y 1963 se convirtió en causa de inestabilidad política y esta situación fue uno de los ingredientes que contribuyeron a generar la violencia que se desató en la Argentina de los años setenta. En el caso del conflicto entre el peronismo y el antiperonismo, la memoria terminó siendo causa de la prolongación de un antagonismo que esterilizó la vida política argentina durante dos décadas y fue causa de una prolongada inestabilidad.
El caso que hoy nos ocupa, vinculado con los crímenes cometidos durante los años setenta, ha sido resuelto por una Corte Suprema que ha sufrido un cambio ideológico, al cual no fue ajeno el actual titular del Poder Ejecutivo Nacional. Tampoco puede negarse que la Corte satisfizo con su decisión de declarar la inconstitucionalidad de las leyes del perdón un reclamo del propio presidente de la Nación.
El costado ideológico de este fallo se advierte al relacionarlo con la absurda sentencia del mismo tribunal que denegó la extradición del terrorista etarra Lariz Iriondo, solicitada por España. De este modo, la Corte sentó el principio de que no cabe aplicar la calificación de crímenes de lesa humanidad -y por lo tanto imprescriptibles- a aquellos delitos de terrorismo en los que no intervino el Estado.
La inconstitucionalidad e invalidez de las leyes que amnistiaron a militares acusados de violaciones a los derechos humanos debería habilitar a cualquiera de los deudos de las víctimas caídas como consecuencia de la acción de grupos subversivos, como el ERP o Montoneros, a reclamar con iguales argumentos la inconstitucionalidad de la ley de amnistía de 1973 o de los indultos que beneficiaron a integrantes de los sectores que sembraron el terror en la sociedad. Sin embargo, el fallo de la Corte sobre Lariz Iriondo parece consagrar una vía hacia la impunidad de estos terroristas, que rompe el principio de equidad.
Lejos estamos de promover la idea de que se remueva nuestro trágico pasado para juzgar a todos los que tuvieron alguna responsabilidad delictiva en él. La memoria no debe ser negada, pero cabe asumirla en forma integral y no centrándola en un solo momento de la historia; tampoco corresponde utilizarla como causa de la prolongación de los conflictos.
Las experiencias de los países que han sufrido situaciones de tanta gravedad, en general, son diversas. La resolución de esas cuestiones se caracterizó por un período corto de procesos y juicios -en promedio no mayor de dos años- al cabo de los cuales la amnistía abrió el camino hacia la reconciliación.
Puede plantearse que el mundo ha cambiado y que ahora la globalización ha llegado también a la protección de los derechos humanos, y que hay una nueva justicia universal y normas internacionales que han generado un nuevo derecho. Esto es cierto, pero hasta ahora nadie se plantea aplicar esta normativa al genocidio de Vietnam, a la represión de Argelia o al masivo colaboracionismo con los regímenes pro nazis de países como Noruega, Holanda, Francia, Bélgica o Dinamarca, por plantear sólo algunos ejemplos.
Las soluciones para cerrar el pasado de violencia nunca podrán satisfacer a todos, como hoy no satisface a la Izquierda Unida española la política utilizada en este país. Pero se trata de encontrar consensos básicos dentro de lo posible, que limiten en el tiempo las consecuencias de los conflictos de antaño. La casi totalidad de los países lo han logrado, incluso pasando por experiencias mucho más traumáticas que la de la Argentina.
Esta clase de salidas no son fáciles ni perfectas y tienen que desarrollarse en el campo de lo posible. Para eso está la política. Y para eso el Poder Legislativo, con una clara mayoría, sancionó las leyes de punto final y obediencia debida, con un espíritu de amnistía.
No hay pacificación cuando el pasado se transforma en el conflicto del presente. Puede también decirse que no habrá justicia mientras haya impunidad. Entre ambas realidades, la política tiene que encontrar un camino intermedio y ésta es la tarea de la dirigencia argentina hoy, a tres décadas del período más violento que vivió nuestro país en el siglo XX.
Debe insistirse, entonces, en la necesidad de recordar cuanto ocurrió y sus lecciones, sin quedar presos del pasado ni hipotecar nuestro futuro con nuevas divisiones.
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