Un país que no discute lo sustancial
La incapacidad de los principales dirigentes del partido Justicialista (PJ) para deponer sus diferencias en cuestiones que son básicas para el sistema democrático está poniendo en riesgo el armonioso desenvolvimiento del cronograma electoral.
Resulta incomprensible que quienes ejercen responsabilidades de conducción en una fuerza política que agrupa supuestamente a un amplio sector de la población sigan anteponiendo sus conveniencias personales a los intereses superiores de la Nación y se embarquen en deprimentes y mezquinas rencillas de orden doméstico en lugar de avanzar con generosidad y grandeza hacia la búsqueda de acuerdos y coincidencias.
Es decepcionante que un ex presidente de la República -como es el caso de Carlos Menem- y el propio presidente Eduardo Duhalde, este último en su condición de dirigente partidario, mantengan actitudes de recíproca intolerancia y se muestren reacios a practicar un diálogo político maduro que permita superar las discrepancias actuales y encontrar los puntos de entendimiento necesarios para que el justicialismo construya su oferta política con miras a los comicios de marzo próximo.
Es lamentable que la interna del peronismo esté conspirando contra la buena marcha de las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional y se esté convirtiendo en un factor de perturbación que dilata la formalización de un acuerdo con ese organismo internacional. Corresponde exigirles a los dirigentes políticos justicialistas que dejen de irritar a la ciudadanía y que sustituyan sus desgastantes y continuos enfrentamientos tácticos por un esfuerzo compartido tendiente a lograr que los afiliados a esa fuerza partidaria encuentren, en esta hora crucial de la vida argentina, el mejor abanico posible de opciones políticas.
Con frecuencia se cita el antecedente del pacto de la Moncloa, que en los años setenta permitió a los españoles construir las bases de una convivencia democrática fundada en el diseño de estrategias de Estado que habrían de ser mantenidas y respetadas por todos los sectores del espectro político. ¿Cómo podemos los argentinos aspirar a crear un sistema interpartidario de coincidencias similar al que se generó en España tras la muerte de Franco si ni siquiera es posible poner de acuerdo a quienes pertenecen a un mismo partido acerca de los métodos a que deben ajustarse sus contiendas internas?
En realidad, ni siquiera haría falta recurrir al ejemplo de las conductas adoptadas en otros países. En el propio pasado argentino se registraron actitudes de renunciamiento altamente aleccionadoras, destinadas a facilitar la celebración de acuerdos políticos fundados en el interés nacional. El país se organizó institucionalmente, en el siglo XIX, sobre esa clase de gestos. Cuesta comprender que en estos días les resulte imposible a los dirigentes de un partido acordar las fechas y las reglas mínimas a que habrá de ajustarse un proceso electoral interno. La Argentina debe mirarse en el espejo de su mejor tradición histórica si realmente desea desentrañar las claves de su decadencia institucional y política.
En momentos en que la sociedad está siendo desgarrada por problemas de estremecedora gravedad, en tiempos en que las familias argentinas se sienten amenazadas por una ola de secuestros y crímenes que no reconoce precedente, los dirigentes políticos se enclaustran en extenuantes y estériles disputas sobre congresos, divisiones de bloques parlamentarios y negociaciones espúrias por cuotas de poder y por la obtención de mayores o menores réditos comiciales.
Los argentinos seguimos ignorando los grandes problemas concretos que agobian a nuestra sociedad y sólo discutimos sobre cuestiones operativas triviales. En ese contexto, no es sorprendente que las instituciones de la República sigan sumergidas en el descrédito.