Un país sin moneda
El peso argentino ha perdido su atributo esencial de ser reserva de valor y la desconfianza general provoca la dolarización de los ahorros
La inflación, ocultada durante tanto tiempo por el gobierno kirchnerista, es hoy una preocupación central de los argentinos, porque reduce el poder adquisitivo de todos, castiga especialmente a los sectores más humildes de la población, impide programar proyectos de todo tipo y desalienta las inversiones productivas.
Mientras el gobierno nacional viene apostando sin mayor suerte a los controles de precios con su plan de Precios Cuidados, las propuestas de los candidatos presidenciales de la oposición, por lo menos las de Mauricio Macri y Sergio Massa, coinciden en una solución gradualista que contemple diversos frentes coordinados, tales como la emisión monetaria, los resultados fiscales y una política de ingresos o acuerdo social de precios y salarios. Corresponde preguntarse si realmente con esta orientación se puede transitar hacia la estabilidad.
El fondo del problema es que nadie cree en el peso como reserva de valor de mediano y largo plazo. Y mucho menos con la experiencia de los últimos años. Si a esto se le agrega la superstición nacional del tipo de cambio "competitivo", la desconfianza sobre el peso se agiganta.
A estas alturas, es innegable que el proceso inflacionario tiene su origen en un descomunal aumento del gasto público que se ha ubicado muy por encima del crecimiento de los ingresos del Estado y que ha desatado un cada vez más elevado déficit fiscal, que se intentó compensar con una fuerte emisión monetaria.
La confianza en la permanencia de su valor debe ser la cualidad innata de una moneda para que cumpla las funciones que cualquier sistema económico le exige. La fuga de capitales no es otra cosa que una dolarización de los ahorros por temor a perder su capacidad de pago y este proceso no se detendrá con mayores controles cambiarios ni persiguiendo a los supuestos especuladores, que cada vez son más.
Existe la ilusión de que un cambio de gobierno resolverá las expectativas inflacionarias y generará un ingreso de divisas vía la recuperación del crédito y el retorno de los dólares fugados del sistema bancario. Sin embargo, hay creencias muy arraigadas en la sociedad después de siete décadas de experiencias personales recurrentes. La aceptación del peso como reserva de valor tuvo su mayor aproximación durante la convertibilidad, cuando las reservas garantizaban el canje automático de un peso por un dólar. En el fondo, la moneda confiable era el dólar.
El desafío de recuperar la estabilidad requiere contar con una moneda que cumpla con sus funciones esenciales, principalmente que la comunidad crea fehacientemente que ella sea reserva de valor. Si esto no se logra, se debilita el ahorro financiero y, por lo tanto, el crédito interno tiende a ser mínimo. Ésta es la realidad argentina: las cifras del crédito bancario son dependientes de la magnitud del ahorro en el sistema. Sin moneda confiable, no hay suficiente crédito, más allá de quién gobierne y qué ideas represente. Una moneda de la cual los ciudadanos se desprenden rápidamente, comprando bienes o divisas y reduciendo el ahorro financiero, conduce a una inflación sistémica. En esta situación se revalorizan los activos a los que se considera reserva de valor, por lo general, los inmuebles que están dolarizados.
La desdolarización del ahorro sólo se logrará con una moneda o unidad de cuenta que compita con el mismísimo dólar. Si se llega a este objetivo, no hay que temer a los depósitos en dólares y al llamado descalce de monedas en materia crediticia.
Los caminos para una reforma monetaria son varios, pero lo primero es considerar que el peso, que alguna vez fue una moneda con todos sus atributos, hoy carece del más importante. Al perder su función de reserva de valor y no ser ésta recuperable en tiempos razonables, debe ser sustituido eficientemente. De lo contrario, no se podrá corregir la inflación ni potenciar el ahorro y aumentar la inversión. Este debate es inevitable, aunque complique a los políticos frente a sus bases electorales. Es responsabilidad de los economistas que los asesoran acertar en el diagnóstico. Más de lo mismo no sirve.