Urge la necesidad de consensos básicos
Los principales candidatos presidenciales deben ver la presente crisis como una oportunidad para actuar con sentido de responsabilidad y grandeza
Cualquiera que sea el signo del gobierno que asuma el 10 de diciembre, quien llegue al poder se encontrará con problemas de una magnitud que no podrá resolver por sí solo. Urge, pues, la necesidad de acordar políticas básicas. No muchas, sino las necesarias para dejar atrás una decadencia que viene de lejos, pero que se acelera peligrosamente con los años. Los resultados están a la vista: la Argentina figura como deudora entre los países más incumplidores del mundo. ¿Alguien puede felicitarse por eso, después del papelón de los legisladores nacionales que aplaudieron el default declarado a fines de 2001?
Los principales candidatos presidenciales deberían estar hablando de esto en lo que resta de la campaña. Pero, tres semanas antes de las elecciones generales, la mayor pobreza de este tramo de insípido proselitismo ha radicado justamente en la ausencia de programas de gobierno. Nada menos.
Toda nación jurídicamente organizada ha hecho un pacto de vida en común, ya desde la Carta Magna de 1215, que, en los tiempos de Juan Sin Tierra, sentó el principio de que no se podrían elevar los impuestos sin una ley del Parlamento que lo determinara.
La Argentina tiene una Constitución nacional acordada desde 1853 y reafirmada en 1860 con la incorporación de Buenos Aires a la Confederación de la que había estado ausente por años, sin perjuicio de que entre todos reconocieran los pactos preexistentes a esa fecha. La Constitución que había sido dictada en 1819, poco antes de disolverse el Congreso de Tucumán, y la siguiente, de 1826, sancionada durante el gobierno de Bernardino Rivadavia, tuvieron vigencia efímera, pero representaron por igual la determinación, tan natural a una sociedad, de organizar institucionalmente al país.
Solo por ánimos disolventes puede jugarse con ligereza con la posibilidad de mover el piso sobre el cual se asientan una sociedad y las instituciones políticas que la articulan. Más irresponsables aún resultan esos espíritus cuando ignoran, por desaprensiva imprudencia, que nada sería peor para el país que el fuego atizado por la irreflexión; que nada urge más que contar con la certeza de que una sólida estructura institucional contendrá angustias colectivas, contribuirá a resolver problemas apremiantes y estimulará las energías capaces de lograr el desarrollo que por tanto tiempo ha sido esquivo a los argentinos.
La Constitución nacional es base y punto de partida para una convivencia pacífica y eficiente en los resultados. Consagra una visión del porvenir para nosotros y nuestros descendientes; una misión que cumplir como comunidad integrada en una vasta geografía territorial, y un papel para desempeñar en la relación con nuestros vecinos, con la región de la que somos parte y con el mundo. Pero hace falta, además, pormenorizar acuerdos que lleven a la práctica, con carácter actualizado, tan graves como honrosos propósitos.
Se han citado a menudo los Pactos de la Moncloa, que ordenaron democráticamente a España después de la dictadura de cuarenta años de Franco y la proyectaron como un país en verdad europeo. Ese acuerdo de antiguos franquistas, socialistas y comunistas, acompañados por otras expresiones menores de la sociedad española, ha pasado a la posteridad como parte de una transición ejemplificadora sobre cómo deponer antagonismos profundos y suscitar consensos básicos a fin de movilizar a una nación hacia la modernidad, el progreso y el desarrollo.
Solo quienes viven de los mezquinos réditos de avivar querellas del pasado, y que no tuvieron en su tiempo el coraje de conjurar la marcha hacia acuerdos esenciales, se dedican hoy en España a denigrar lo que tuvo de grandeza esa gesta cívica, de dimensión histórica. Sus émulos locales merodean por el escenario político nacional como rapaces y nadie con alguna investidura esencial debería prestarse al apoyo o a facilitar la invocación de nombres que no harían sino ensuciarse en boca de aquellos.
Las experiencias de acuerdos políticos también exhiben ejemplos en América Latina. Allá por 1956, Colombia, con el Pacto de Benidorm, inició un proceso de reconciliación tras más de medio siglo de luchas fratricidas entre conservadores y liberales. Fue un entendimiento duradero que sentó las bases para que el país atravesara un largo período de prosperidad, a pesar de la acción de movimientos guerrilleros como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN).
También Venezuela, mucho antes de la emergencia del chavismo, que la borró del concierto mundial, tuvo en 1958 un acuerdo de gobernabilidad, traducido en el Pacto de Punto Fijo, que le permitió dejar atrás una sucesión de dictaduras.
Pero ¿qué decir del papel de Mandela y de otros dirigentes sudafricanos, cuando al deponer agravios superlativos, que habrían sido difíciles de superar en otras partes del mundo, dieron la lección de paz y conciliación admirable, al cabo de las largas gestiones de 1990 a 1993? Así se puso fin al apartheid, el régimen de predominio blanco en Sudáfrica, y se abrió una era de armonía nacional perdurable.
Si otros superaron el apartheid, un régimen de una brutalidad y una sinrazón incomparables, ¿no podemos los argentinos acordar políticas tan elementales como la sanción a gobiernos que administren con déficit fiscal, o que gasten más de lo que recaudan, o que sus miembros se enriquezcan a costa del erario público y se beneficien con la impunidad? ¿No podemos los argentinos, acaso, comprender y traducir la comprensión en normas legales, de que es inviable un país donde el número de jubilados y pensionados se acerca peligrosamente al de quienes constituyen el sector activo? ¿Es la mayoría de la población ciega y sorda frente a las consecuencias de una política laboral ilógica, que disuade a los empleadores de crear nuevos puestos de trabajo por la magnitud de sus costos?
¿Qué sector con algún sentido de la responsabilidad estaría dispuesto a retacear su apoyo a una política que disminuyera enérgicamente el empleo en negro, que promedia el 35 por ciento de la fuerza laboral del país? ¿Hasta cuándo el Estado seguirá subiendo los impuestos que recarga sobre la población que paga, porque el resto elude el cumplimiento? ¿Cómo no alcanzar un consenso sobre una política educativa que erradique los privilegios y la inconducta de docentes que hacen perder a nuestros chicos y adolescentes años de clases en relación con los de otros países, por el cúmulo de horas perdidas a lo largo del ciclo lectivo total como consecuencia de ilógicos feriados y de múltiples huelgas salvajes impulsadas por los gremios docentes?
Llevamos 75 años con inflación alta en la Argentina, altísima salvo contados períodos, y somos incapaces de aplicar remedios cuyos efectos vayan más allá de una transitoriedad extrema. El hecho de llegar a tener más del 35% de argentinos por debajo de la línea de pobreza debería ser suficiente como para que entendamos que el impuesto inflacionario es el más regresivo de todos los tributos, porque castiga siempre a quienes menos tienen, y para que comprendamos que este flagelo es hijo de la irresponsabilidad de gobernantes que han creído en diferentes épocas que el Estado puede seguir gastando eternamente mucho más de lo que recauda.
En mayo último, el presidente Mauricio Macri había hecho pública una propuesta de diálogo tendiente a alcanzar acuerdos en diez puntos, entre los que se destacaban el equilibrio fiscal, la mayor integración al mundo, la seguridad jurídica y el cumplimiento de las obligaciones con nuestros acreedores. Lamentablemente, la convocatoria fue demasiado tardía y formulada en las proximidades de un proceso electoral, en el que las mezquindades políticas pesaron más que el afán de cooperación.
Hoy más que nunca, en virtud de una crisis que puede profundizarse aún más, el país requiere de acuerdos políticos básicos que brinden certezas sobre una real voluntad de unos y otros actores políticos para potenciar la lucha contra el déficit fiscal, avanzar hacia una moneda sana y dotar de competitividad, previsibilidad y seguridad jurídica a nuestra economía. Debemos hacernos a la idea de que la estabilización económica no se alcanzará en pocos meses, pero si los principales candidatos presidenciales coinciden en ver esta crisis como una oportunidad para actuar con sentido de responsabilidad y grandeza, y si se comprometen a ayudarse mutuamente en la elaboración de los necesarios consensos, se habrá ganado una primera batalla.
LA NACION