Vicentin: primer premio a la segunda orquesta
Expropiar para evitar que la empresa se "desnacionalice" es un dislate en un país insolvente y sin crédito
El jurado debía seleccionar a la mejor, entre dos orquestas. Luego de escuchar a la primera, le pareció tan mala que le otorgó el premio a la segunda. Sin escucharla.
El debate abierto acerca de Vicentin es una situación semejante. Los análisis acerca del pasivo de la empresa, de su buena o mala gestión, de su expansión a otros negocios o de la existencia de sociedades offshore, cualesquiera fuesen sus conclusiones, son irrelevantes para dar fundamento a una expropiación. Esta no es un correctivo ni una poción mágica ajena a la terapéutica científica. El instructivo camporista es una cosa; la Constitución nacional, otra.
La expropiación debe ser por causa de utilidad pública. No surge de los análisis que el traspaso de la empresa al Estado cumplirá con ese propósito. El cambio de dueño debe mejorar, y no empeorar, su rol de engranaje final en la producción de oleaginosas. Y el resultado neto para la comunidad debe ser positivo, para satisfacer el "interés general". Como en la metáfora de las dos orquestas, las fallas de una no hacen –de por sí– virtuosa a la segunda, sin escucharla antes.
La relación causal entre la expropiación de un campo y la construcción de una autopista es clara y evidente, como diría Descartes. La relación entre la expropiación de una compañía y el interés general es una incógnita. Como en física cuántica, rige el principio de incertidumbre, pues ese mismo acto de imperio la transforma en un ente diferente. Y en la Argentina, lo más probable es que, al ingresar al campo gravitatorio del Estado, Vicentin se convierta en otro agujero negro.
Para escuchar a la segunda orquesta debe precisarse, con números, el interés general que se satisfará mediante la expropiación; si el provecho colectivo se complace o se perjudica con el manejo público; si creará o destruirá valor para la agroindustria argentina; si el nuevo actor, sostenido por un Estado insolvente e incumplidor serial, recreará la confianza del productor; si el enorme costo fiscal es prudente o "insostenible"; cuál es el beneficio de rechazar la inversión privada, aun extranjera, y a quien aprovechará ese repudio, y, finalmente, cómo se logrará eficiencia en una actividad tan compleja, si la gestión resultara de un tejemaneje entre activistas, productores, sindicatos, cooperativas, gobernaciones y ministerios.
Las instituciones privadas ofrecen distintas formas de procesar las crisis económicas: tienen mecanismos para reorganizar empresas, recomponer la estructura de capital, reconocer preferencias, optimizar la gestión corporativa y preservar la "empresa en marcha" sin que el Estado las convierta en reparticiones. En la crisis de 2002 no se recurrió a la expropiación de prestadoras de servicios públicos, las cuales reestructuraron sus pasivos, cambiaron de dueños en algunos casos y aún continúan funcionando.
La adquisición de Vicentin exigirá un aporte inmediato de 300 millones de dólares solo para ponerla en marcha, sin hablar de la deuda del orden de los 1350 millones de dólares de la empresa. El Estado carece de esos fondos. Y toda carga adicional a las arcas públicas obligará a realizar un ajuste adicional a los jubilados o a las tarifas de servicios. ¿No basta con los 1000 millones de dólares que costará este año el déficit de Aerolíneas Argentinas? Expropiar para evitar que Vicentin se "desnacionalice" es un dislate en un país insolvente y sin crédito. Es rechazar el aporte de quienes tienen espaldas para hacerlo, cuando nadie más quiere prestar ni invertir en la Argentina.
Toda forma de organización social es compleja e inestable, siempre expuesta a la picardía individual. "¿Quién custodia a los custodios?" es el aforismo atribuido a Juvenal, para describir la dificultad de evitar que los intereses personales desvirtúen la finalidad de cualquier arreglo institucional, público o privado.
Que el mercado falle no significa que la misma sociedad comercial, integrada por la misma población, compartiendo los mismos valores y sujeta a las mismas costumbres, no fallará también cuando intente corregir esas fallas a través de intervenciones estatales.
Hasta Marx y Engels, en el Manifiesto Comunista (1848), reconocieron la fuerza creadora del capitalismo: "La burguesía, desde su advenimiento, apenas hace un siglo, ha creado fuerzas productivas más variadas y colosales que todas las generaciones pasadas tomadas en conjunto".
Ambos filósofos creyeron que bastaría con eliminar la propiedad privada para resolver la cuadratura del círculo. Como en la metáfora de las dos orquestas, pensaron que, mediante un pase mágico revolucionario, surgiría una sociedad de iguales, conservando la productividad del capitalismo. No advirtieron el papel de los incentivos que movilizan el quehacer privado, bien distintos de los que activan la gestión pública. Nunca vivieron para escuchar las orquestas que tocaron desde 1917 conforme aquella partitura: hambrunas, miseria y crisis terminal de las dictaduras comunistas.
En el sector privado, cuando funciona un mercado abierto y competitivo, el éxito empresario se debe a la búsqueda de ganancias y no al propósito del bien común. Este se logrará mediante la creación de riqueza, distribuida conforme al grado de movilidad social, no a través de un "derrame" de ricos a pobres. De allí la importancia de la igualdad de oportunidades, valores compartidos, ausencia de corrupción y erradicación de privilegios. Y, en la base, educación, acceso a la salud, empleos formales y Justicia independiente. Hasta ahora, no se ha inventado una fórmula mejor.
Los incentivos en el sector público son otros. Como un electroshock zombi, la expropiación borra el pasado y hace de una empresa productiva un negocio político sobre los mismos activos fijos, pero sin su activo intangible. Sale la pulsión de lucro e ingresa la pulsión del poder. La palabra eficiencia es desterrada. El cálculo económico es sustituido por el cálculo electoral. Del rigor del propietario, al bolsillo de payaso. Se impone la lógica de la encuesta y del "Estado presente": bienvenidos la euforia de militantes, la expansión del empleo, la alianza con sindicalistas, el apoyo de los medios, la adhesión de los intendentes, el respaldo de los movimientos sociales y la tácita aceptación de tránsfugas y oportunistas. Con tanta prodigalidad fiscal, ninguna reestructuración de deuda será sustentable, como lo intuye el ministro Martín Guzmán.
Basta recordar para entender la inconveniencia de la expropiación de Vicentin que, antes de su privatización en 1993, YPF era el modelo de empresa pública "a la Argentina": daba pérdidas todos los años, mantenía una nómina de 50.000 empleados, sus contratistas prosperaban, sus directores cobraban fortunas, los medios afines vivían de su pauta publicitaria y el precio de sus combustibles era "justo" para el bolsillo de los argentinos. Salvo YPF, todos ganaban.
El hecho de que, en las últimas horas, el presidente Alberto Fernández haya resuelto en principio frenar el proyecto expropiador de Vicentin, tras el rechazo del juez Fabián Lorenzini a su intervención por el Poder Ejecutivo Nacional, es una señal de alivio. Especialmente para empresarios y potenciales inversores, quienes con buenas razones pueden interpretar que el Estado argentino podría quedarse con todas aquellas empresas de cierta importancia que atraviesen por un mal momento. También, para una ciudadanía que no debe ser experta en derecho para darse cuenta de que, con el decreto de necesidad y urgencia de intervención, se asestó un nuevo golpe a la seguridad jurídica y a la propia Constitución, que el propio primer mandatario debería releer antes de mandar a los periodistas a leerla.
Las autoridades de los distintos poderes tienen ante sí el deber de escuchar a la segunda orquesta antes de otorgarle ciegamente el premio, como pretenden la militancia y los parásitos del Estado.