Vidas por celulares
El hecho de que en la Argentina se mate por un teléfono móvil da cuenta de la descomposición social y de un Estado ausente para garantizar seguridad
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Las tasas de robos de teléfonos celulares siguen vergonzosamente en alza y el aumento de la violencia asociada a este delito acompaña muchas veces de manera trágica estos episodios. Como semanas atrás, en el caso de Morena Domínguez, la niña de 11 años asesinada en Lanús cuando se dirigía a la escuela, o como ocurrió anteanoche con el ingeniero Mariano Barbieri, de 42 años, muerto tras recibir una puñalada en el pecho en pleno barrio de Palermo.
Se estima que diariamente son robados entre 5000 y 9000 aparatos celulares en la Argentina. No hay cifras fehacientes porque el Ministerio de Seguridad, bajo la dirección de Aníbal Fernández, no recaba o no publicita más estos valiosos indicadores de criminalidad. Probablemente, porque hacerlo resultaría autoincriminatorio de su incapacidad.
Con una crisis económica asfixiante y tan dolorosos como preocupantes niveles de pobreza, las situaciones propias de estados de grave marginalidad se repiten cada vez con mayor frecuencia. Serán punguistas en subtes, restaurantes, recitales o discotecas; arrebatadores que tironearán con automovilistas en los semáforos; motochorros dispuestos a todo o simples ladrones drogadependientes, conocidos en la jerga como fisura, que en su desesperación consumista intentarán incluso vender los celulares recién robados en la propia calle a los pasantes.
En abril pasado se recuperaron en la ciudad de Buenos Aires 1600 celulares robados que volvieron a sus legítimos dueños y se clausuraron unos 60 locales. Pero el ritmo del delito supera al de los intentos de control.
Los circuitos de compra son ya a estas alturas conocidos por todos, motivo por el cual se torna incomprensible e indignante que no se pueda terminar de una vez y para siempre con la gran mayoría de ellos. Hablamos de cientos de locales a la calle consagrados a la compraventa de teléfonos y que también comercializan sus partes como repuestos, carcasas y baterías. Otros funcionan con otras fachadas. Numerosos negocios de esta clase han sido allanados en zonas de alta densidad como la avenida Corrientes al 2300, en Once, pero su rentable operación no se detiene toda vez que incluso se violan las fajas de clausura. Algo inexplicable.
Muchos otros negocios de este tipo funcionan puertas adentro, sobre todo en las propias villas de emergencia, donde el mercado de dispositivos celulares robados a menudo está asociado al comercio ilegal de drogas.
Mucha reventa se concreta también vía redes sociales o de populares plataformas a las que se les escapa el control sobre mercaderías obtenidas en forma ilícita. Los celulares robados pueden comprarse baratos y venderse caros. Liberar un equipo puede costar unos 10.000 pesos, que se recuperan fácilmente cuando se pueden sacar limpios 40.000 o más si se vende en un local a la calle.
En 2017, en coordinación con las tres compañías de servicios de telefonía móvil y la base mundial GSMA, que nuclea a 750 operadores de telefonía móvil y más de 400 empresas ligadas a fabricación o provisión de tecnología, el Ente Nacional de Comunicaciones (Enacom) instrumentó un valioso sistema de bloqueo automático para dispositivos robados. A partir del IMEI, el número que identifica a un dispositivo al conectarse a la red móvil, bastaba con que la víctima del robo denunciara la situación al *910 con los datos de su aparato para que se procediera a dar de baja la línea y bloquear el celular de inmediato. Fungirlo vía comercialización ilegal, por tanto, quedaba descartado y se desalentaba enormemente el delito.
La implementación arrancó en 2019 y solo en ese año se recibió un millón y medio de solicitudes de bloqueo gracias a campañas de comunicación que condujeron a la recuperación de miles de aparatos robados. Sin denuncia inmediata de las víctimas, el sistema se vuelve inútil y es eso lo que hoy ocurre cuando el común de la gente no toma en cuenta esa valiosa posibilidad. Si la denuncia se demora, en las cuevas se alterarán rápidamente los números de fábrica antes de que llegue el bloqueo del número de serie de IMEI robado.
Es así como, lejos de desalentarse el delito, al no poder controlarlo se lo promueve desde que la publicidad sobre la eficacia de hacer denuncias al *910 fue discontinuada.
Hoy las líneas de telefonía móvil prepagas son, por ley, nominativas, al tiempo que los sistemas de trackeo permiten a muchos usuarios rastrear rápidamente adónde han ido sus celulares robados. Así y todo, nada parece bastar para desactivar estos delitos cuando el Estado se muestra impotente y los protocolos demandan órdenes de allanamiento emitidas por fiscalías nacionales para ingresar al lugar donde el geolocalizador detectó un aparato robado.
Hablamos de un delito creciente que sigue cobrándose vidas ante la mirada desentendida de un gobierno mucho más preocupado por defender presuntos derechos de los delincuentes que por proteger a la población honesta. Revertir la tendencia en este caso resulta francamente sencillo. Pero no se hace. Bastaría con la voluntad política para retomar las buenas prácticas de gestiones anteriores, impulsando las campañas de difusión sobre la conveniencia de denunciar el IMEI del dispositivo robado para desalentar un delito que ya se ha cobrado demasiadas vidas.
LA NACION