A veces, la mejor política exterior es sentarse y esperar
Con Rusia gruñendo por la caída de su aliado que gobernaba Ucrania y protegiendo a su aliado asesino que gobierna en Siria, se ha vuelto a hablar mucho de un regreso de la Guerra Fría, y de que Obama no se ha plantado para defender nuestros intereses o a nuestros amigos. Ruego se me permita disentir. No creo que haya vuelto la Guerra Fría: la geopolítica actual es mucho más interesante y compleja. Y tampoco creo que la cautela de Obama sea del todo desubicada.
La Guerra Fría fue un evento singular que enfrentó a dos superpotencias que tenían un arsenal nuclear repartido por el mundo y amplias alianzas que las respaldaban.
Ese juego terminó. Lo ganamos. Lo que ocurre hoy es una combinación de aquella partida terminada y un nuevo juego. La mayor división geopolítica de nuestros días "es entre aquellos países que quieren que sus Estados sean poderosos y aquellos países que quieren que sus pueblos sean prósperos", señala Michael Mandelbaym, profesor de la Universidad Johns Hopkins.
En la primera categoría entrarían los países como Rusia, Irán y Corea del Norte, cuyos líderes están abocados a cimentar su autoridad, dignidad e influencia a través de la construcción de un Estado poderoso. Y como las dos primeras de esas naciones tienen petróleo y la tercera tiene armas nucleares que puede intercambiar por alimentos, sus líderes pueden permitirse desafiar al sistema mundial y sobrevivir, o incluso aquilatarse, y al mismo tiempo jugar al viejo y conocido juego del poder político por el predominio dentro de sus respectivas regiones.
La segunda categoría, países abocados a cimentar su dignidad e influencia gracias a la prosperidad de sus pueblos, incluye a todos los países del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta), a la Unión Europea, al bloque comercial del Mercosur en América latina y al de Asean en Asia.
Esos países entienden que la principal tendencia en el mundo actual no es una renovada Guerra Fría, sino la fusión de la globalización con la informática. Están abocados a levantar escuelas, construir infraestructura, instalar banda ancha, establecer regímenes comerciales, abrirse a la inversión y administrar la economía para que una parte mayor de su población prospere.
Pero ahora existe una tercera y nueva categoría de países, que no pueden proyectar su poderío ni generar prosperidad. Ellos forman parte del "mundo desordenado". Se trata en realidad de pozos negros que se tragan todo poder y prosperidad, porque están consumidos por luchas internas sobre cuestiones del tipo "quiénes somos", "cuáles son nuestras fronteras" o "¿este árbol es tuyo o mío?" Se trata de Siria, Libia, Irak, Sudán, Somalia, Congo y otros lugares candentes.
En realidad, Ucrania atraviesa esas tres categorías. Allí, la revolución se produjo porque Rusia, queriendo conservarla dentro de su esfera de influencia, indujo al gobierno a retirarse del acuerdo comercial con la Unión Europea, el cual contaba con el apoyo de muchos ucranianos deseosos de que su pueblo prospere. Esa fisura también despertó el clamor separatista de los ucranianos rusófonos del este del país.
¿Qué hacer entonces? El mundo se está enterando de que la vara para que Estados Unidos intervenga está ahora mucho más alta. Eso se debe a la confluencia del fin de la Unión Soviética como amenaza, a la experiencia de invertir demasiadas vidas y dinero en Irak y Afganistán con pocos resultados, a la creciente independencia energética de Estados Unidos, al éxito de la inteligencia a la hora de prevenir otro 11 de Septiembre, y a la admisión de que para curar los males que aquejan a los países más turbulentos hacen falta habilidades, recursos y paciencia más allá de nuestras posibilidades.
Los críticos de Obama dicen que debe hacer "algo" con Siria. Lo entiendo. Si existe una política capaz de encaminar a Siria, o al menos detener la matanza, de manera autosustentable, yo estoy de acuerdo.
Pero ya deberíamos haber aprendido algunas lecciones de nuestras recientes experiencias en Medio Oriente. En primer lugar, lo poco que entendemos de las complejidades de esos países. Segundo, que podemos, a un costo enorme, detener las cosas malas que pasan en esos países, pero que nosotros solos no podemos hacer que pasen cosas buenas. Finalmente, que cuando intentamos hacer que pasen cosas buenas, corremos el riesgo de asumir la responsabilidad de resolver sus problemas, una responsabilidad que les corresponde verdaderamente a ellos.
Traducción de Jaime Arrambide
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