Cataluña, camino a un polvorín
El separatismo catalán consumó su sueño con el último ejercicio de patriotismo creativo. Declaró la independencia en el Parlamento mediante el voto secreto para que ningún diputado pueda ser acusado de los delitos penales gravísimos que ese acto implica. Y ahora le traslada a la calle la misión de resistir la reacción fulminante que el gobierno español pondrá en marcha de un minuto a otro.
La fiesta que se desató en Barcelona tiene fecha de vencimiento. La intervención del autogobierno de Cataluña por parte de Madrid y la destitución del presidente Carles Puigdemont ya está aprobada. A los líderes de la revuelta les queda resignarse a su destino o atrincherarse a defender la república que crearon con la fuerza de su voluntad.
La clave de las próximas horas frenéticas, históricas, en España pasa por saber qué grado de dificultad encontrará el gobierno de Mariano Rajoy para tomar el control de Cataluña en uso de las facultades que le otorga el artículo 155 de la Constitución.
Cataluña carece de herramientas para convertirse de la noche a la mañana en un Estado. No tiene capacidad para controlar las fronteras, para cobrar impuestos o para administrar los servicios públicos sin los recursos que le gira el Tesoro español. Pero el bloque separatista sí retiene una enorme capacidad de movilización, aun cuando la mayoría de los catalanes rechaza la deriva rupturista.
El simple hecho de haber votado en secreto la independencia revela que ni los propios separatistas se creen el acta fundacional de la república. Si no, ¿qué temor le tendrían a lo que pudiera decidir un juez de España, un “país extranjero”? Expusieron la enésima innovación política de este mes de turbación: la épica del disimulo.
Puigdemont buscó hasta último momento una salida que le permitiera eludir el desastre. No la encontró. Chocó contra la pared y decidió acelerar.
Se lanzó a la lógica del polvorín. La apuesta es conseguir más adelante lo que es a todas luces imposible ahora. Alimentar el mito de la España opresiva, forzar una represión incontinente, abrir una larga etapa de inestabilidad y resistencia callejera. Los libros de historia alguna vez explicarán el raro fenómeno del gobierno de una de las regiones más prósperas del mundo occidental que se ilusiona con transformarse en el Ulster de los 70.
Con Europa en vilo, ahora Rajoy tiene el desafío de restaurar el orden en un territorio agitado. Le toca pagar todas juntas las facturas de cinco años de desidia política ante el gravísimo conflicto que se cocinaba en la región más rica de España. Su futuro, y no sólo el del menguante Puigdemont, también se juega en esta batalla.
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