De El fin de la historia de Fukuyama al fin de la excepción chilena
SANTIAGO, Chile.- Sebastián Piñera tenía razón al presentar a Chile como una excepción -un "oasis", dijo- en un contexto de inestabilidad política regional y global. El viernes 18 de octubre de 2019, sin embargo, Chile se sumó finalmente a la larga lista de países que viven un momento populista, en el sentido académico del término: un pueblo que denuncia y se manifiesta contra una elite que percibe como corrupta y abusiva.
Esa es la nueva normalidad, en Latinoamérica y el mundo. Es lo que conecta, guardando las obvias particularidades, el Brexit y Donald Trump, Orban y Erdogan, Cinque Stelle y Des Gilets Jaunes, el impeachment a Dilma y la revuelta de Ecuador. Si Chile era un oasis, lo era porque aún no entraba en la dinámica de los tiempos. Seguía fiel a la teoría noventera de Fukuyama. El viernes 18 de octubre de 2019, como me sugirió un colega historiador, Chile entró definitivamente en el siglo XXI.
Por supuesto, la tesis del momento populista no excluye otras claves interpretativas de un fenómeno que aún está en desarrollo. Hay que dudar de los diagnósticos concluyentes, sobre todo si nos falta perspectiva y distancia. Pero hay muchos elementos que se conjugan para darle sustento. La furia ciudadana se combustionó a partir del alza en la tarifa del transporte público y se explicó más tarde como un malestar extendido por el encarecimiento de los servicios básicos y del costo de la vida en general.
En Chile, sabemos, todo se paga. Sin embargo, las dificultades para llegar a fin de mes y las exigencias que impone una sociedad de consumo se ligaron, en el discurso de las últimas semanas, a la convicción de que existe una clase dirigente que flota en sus privilegios, estruja a la población en su exclusivo beneficio, y nunca responde por sus pecados de la misma manera que lo hace la clase trabajadora.
Hasta las demandas más oportunistas y teóricamente incompatibles con el reclamo original -como los automovilistas particulares que exigen la rebaja del peaje de las autopistas, una demanda regresiva desde el punto de vista redistributivo y perjudicial desde el punto de vista medioambiental- calzan con esta doble condición: por un lado, se trata de incrementos objetivos del costo de la vida; por el otro, se percibe que los empresarios detrás de estas concesiones lucran en forma desmedida e inmoral.
El momento también parece populista en su rechazo transversal a la dirigencia política. No hay banderas de partidos y los pocos congresistas que se han aparecido por las marchas corren peligro de ser linchados. El populismo, explica la literatura, prescinde de las instituciones mediadoras del conflicto político.
El líder populista busca conectarse directamente con la voluntad putativa del pueblo, sin intermediarios ni representantes, sin comités de expertos ni mecanismos contramayoritarios. Aunque de este movimiento no ha surgido (aún) ningún caudillo carismático -la ausencia de interlocutores claros es su marca registrada-, el rechazo a todas las instituciones de intermediación, sin distinción ideológica, es patente en el ánimo colectivo.
Ligado a lo anterior, el momento también parece populista en tanto simplifica problemas complejos. Se multiplican las voces que consideran que las soluciones son sencillas y que la única razón por la cual no se procesan inmediatamente las innumerables demandas del movimiento social es mezquindad o pura mala voluntad. Nadie quiere ser el aguafiestas que recuerda las restricciones presupuestarias. Aunque puede ser la oportunidad idónea para plasmar las bases de un nuevo acuerdo político y así rehabilitar la legitimidad del sistema, se ha presentado el camino de la asamblea constituyente como el remedio a todos los males de la patria.
Pareciera que fue hace una eternidad cuando éramos Greta-lovers y discutíamos sobre la urgencia de mitigar los efectos de la crisis climática. Chile acaba de cancelar la organización de la COP25 y los más felices son los extremos del espectro político. Emulando a otros líderes mundiales de derecha populista, José Antonio Kast viene diciendo hace tiempo que estas cumbres de liberales biempensantes y burócratas internacionales son innecesarias y desvían la atención de las verdaderas necesidades de la gente. Por su parte, el Partido Comunista afirmó que la cancelación de la COP25 era un triunfo del pueblo movilizado.
La similitud con el caso francés salta a la vista: la resistencia ciudadana a los impuestos verdes de Macron fue simultáneamente azuzada por Le Pen en la esquina derecha y Melenchón en la esquina izquierda: ¿De qué sirven los compromisos multilaterales y el desfile de expertos cuando hay carencias materiales indiferentes a la huella de carbono? Usando un argumento similar al de los Brexiteers en Reino Unido, que exigían la salida de Bruselas para financiar hospitales, Kast y los comunistas chilenos consideran que hay mejores formas de emplear esos recursos (aunque sean apenas simbólicos para la magnitud de los desafíos).
En todas estas dimensiones, el golpe lo acusa la democracia liberal, formalista y representativa. Más que un enemigo ideológico, el populismo aparece como el síntoma de todas sus limitaciones, deficiencias y promesas incumplidas. Con todas las complejidades de un movimiento social, cultural y políticamente heterogéneo, un denominador común subyace a todas sus demandas: la percepción de asimetría y subordinación ante un establishment que dice gobernar por todos pero concentra glotonamente las granjerías. Es un sentimiento que lleva tiempo instalándose en el mundo a partir de la ralentización de la economía. Chile recién se pone al día.
El autor es profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez
Cristóbal Bellolio Badiola
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