El drama de los ilegales no termina en el mar
SCOGLITTI, Sicilia.- Las olas rompen en el muelle. Parecen todas iguales, como las historias de los africanos que llegan en forma incesante y dramática a Italia: la misma decisión de huir del hambre y la guerra; el mismo vía crucis a través de desiertos para alcanzar Libia, capital del tráfico humano. Y el mismo sueño: tener una vida normal en Europa. Pero, como las olas, ese sueño también se rompe al llegar. Aquí los espera un virtual limbo legal que puede durar años. O, mejor dicho, una prisión a cielo abierto.
Llegan a un país, Italia, que con una crisis económica atroz ni siquiera puede consigo mismo y a una Unión Europea (UE) cerrada, indecisa y, más allá de la retórica, indiferente. Un bloque atrapado en el dilema de tener que salir a socorrer y acoger a estos exiliados de la miseria y la violencia, y de no desestimar la cada vez mayor intolerancia de sus propias poblaciones hacia ellos.
Diba Keluntang, ojos negros, bigote cortito, 36 años, tiró el martes pasado, en el mar azul de este pueblito encantador del sur de Sicilia, una corona de flores en memoria de los 800 muertos que hubo hace una semana en la peor tragedia en el Mediterráneo.
Diba escapó de Gambia, una dictadura olvidada de África. "Si me quedaba, me mataban", asegura a LA NACION. Como a la mayoría de los inmigrantes que llegan en masa a Sicilia, no le gusta hablar de su pasado. Los traumas, el miedo, la desconfianza siguen latentes.
Cuenta que trabajó tres años de albañil en Libia, donde pasó los últimos seis meses en prisión -muestra las marcas de las torturas sufridas que tiene en los brazos-, hasta que decidió pagar 1200 euros para hacer "el viaje de la esperanza". Así, estuvo acuclillado, temblando de frío y miedo durante dos días en una patera junto a otras 100 personas, pero, como la gran mayoría, fue salvado por un barco italiano.
"Estuve en el centro de primera acogida de Pozzallo, primero; después me llevaron a diversos centros de segunda acogida, donde pude quedarme por seis meses en cada uno. Pero estoy desde hace dos años y dos meses esperando mis documentos", lamenta. "¿Por qué no me dan los papeles? ¿Para qué arriesgué mi vida, si no?"
Como muchos otros, Diba pidió un asilo que nunca le fue concedido. Y ahora vive en un limbo legal. Las reglas indican que el primer país de la UE que un inmigrante pisa es el que debe conceder, o no, asilo. Una vez otorgado, ese mismo país tiene que dar los documentos para poder residir y trabajar en la UE. Si el asilo es denegado, el solicitante jamás podrá ingresar en la UE.
El trámite, ya de por sí lento y engorroso, tarda un máximo de seis meses, pero puede demorar mucho más. No sólo porque se triplicó el número de solicitudes, sino también porque aumentaron los controles por temor a infiltraciones del terrorismo fundamentalista. Si la comisión de la prefectura, en este caso de la provincia de Ragusa, resuelve no dar asilo, la decisión puede ser apelada hasta tres veces, en un proceso que puede convertirse en un círculo infernal de nunca acabar.
Si bien algunos escapan sin siquiera saber hacia dónde -fiel reflejo de la magnitud del espanto que viven-, la gran mayoría de migrantes sabe que no quiere quedarse en Italia, sino ir al Norte, a países como Alemania o Suecia, donde no hay crisis. Sin embargo, ignoran las reglas migratorias de la fortaleza UE.
Diba cuenta que hace seis meses, en una primera aventura en territorio desconocido, se fue a Suiza, vía Milán, para pedir asilo allá.
"Pero después de tres meses me mandaron de vuelta a Sicilia porque es aquí donde me tomaron las huellas digitales cuando llegué -dice-. Si saben que no me pueden dar los documentos, ¿por qué no nos dejan ir a otros países de Europa?"
Se hace la misma pregunta Asif Muhamed, paquistaní de 26 años que vive como Diba en un asilo para ancianos que la iglesia evangélica Valdense tiene a 12 kilómetros de aquí, y que hospeda a migrantes.
"Para mí, era mejor si me tiraban al mar", asegura Asif, barbita y pelo corto, tez oscura, furioso. Perseguido político en su tierra, él también llegó a bordo de una barcaza destartalada desde Libia, país al que había ido para trabajar. Pero está bloqueado en Italia desde hace un año y 11 meses. Si bien al principio, mientras tramitaba el pedido de asilo, las autoridades le dieron un permiso provisorio para trabajar -era soldador-, la tan temida commissione de la Prefectura de Ragusa le denegó el asilo hace una semana. "No sé qué voy a hacer. El 30 de abril me tengo que ir de este asilo, donde ya me prorrogaron la estada varias semanas? Dormiré en una plaza, no sé", dice, desesperado.
A diferencia de otros países, Italia no expulsa ni repatría a los migrantes cuando niega el asilo, sino que los "invita" a dejar el país. Eso nunca ocurre, claro. Lo que alimenta el número de inmigrantes que vive ilegalmente en Italia, la criminalidad y la explotación por sus mismos connacionales o italianos sin escrúpulos.
Es un secreto a voces que la bellísima campiña de Ragusa, famosa por sus productos de horticultura y viveros que generan desde tomates cherry hasta pepinos y frutillas, está repleta de africanos que trabajan en negro, por 20 euros al día, bajo un sol impiadoso en verano.
"Paciencia, tienen que tener paciencia", dice el director del asilo de la iglesia Valdense, Michiele Malgazzi. Intenta calmar a algunos de los inmigrantes del centro -de Senegal, Afganistán, Mali, Eritrea, Nigeria, Sudán, Bangladesh, Etiopía-, que van a golpear la puerta de su oficina para preguntarle por qué tardan tanto sus papeles. "Ahora en el centro hay 45 ancianos y 45 inmigrantes, la convivencia es buena, juegan al bingo juntos, pero es lógico que algunos se inquieten: los tiempos de la burocracia son largos", explica Malgazzi, que admite que un 15% de sus huéspedes muchas veces no aguanta ese enervante compás de espera y se va. "Esto no es una cárcel, ellos son libres de entrar y salir", dice.
La pregunta sin respuesta
Aunque todos los migrantes africanos son muy jóvenes -y matan el tiempo jugando con sus celulares-, muchos también son padres de familia. Y por eso, aunque sobrevivieron al infierno de una travesía en manos de mercaderes de personas, empiezan a ponerse nerviosos a la espera de los documentos indispensables para pensar en un futuro mejor, en libertad.
Badee Camara, que escapó de Mali, uno de los países más pobres del mundo, obtuvo el asilo, pero espera ahora el permiso de residencia. De 30 años, llegó junto a otros 117 desesperados en una barcaza que naufragó hace un año y siete meses. "Les digo grazie a los italianos que me salvaron en medio de la noche y la tempestad, ahora estoy aprendiendo el idioma y espero poder quedarme y, una vez con trabajo, traer a mi familia. Pero de noche no puedo dormir: pienso en mi mujer, en mis dos hijos, en mi madre, que están sufriendo", dice.
Diba tampoco puede dormir. Una vez por mes habla por teléfono con sus dos niños, Lamin, de 12, y Bakory, de siete, que dejó en Gambia. "Ellos me dicen: «Papá, te extraño», y yo les digo: «Papá está en Italia, también los extraña y cuando trabaja, gana dinero para que ustedes vayan a la escuela»", cuenta. Mirando ese mar Mediterráneo que ahora está tan calmo como una pileta -por lo que pueden esperarse nuevos desembarcos- con sus ojos color carbón Diba vuelve a preguntarse: "Si saben que no nos pueden dar los documentos, ¿para qué nos salvan?".
La cara de la odisea. Wegasi, de Eritrea a Grecia
Hace una semana, el naufragio de un barco con más de 800 inmigrantes ilegales frente a las costas de Libia consternó al mundo. Pero fue la imagen del rescate de esta joven africana la que quedó en la memoria de todos. Ella fue la cara de la tragedia diaria de los indocumentados. Un día después de aquel drama, su barco se hundió cerca de la isla griega de Rodas. Murieron tres de los 100 pasajeros. Hoy se sabe que Wegasi Nebiat es de Eritrea y tiene 24 años; luego del naufragio permaneció tres días en un hospital con neumonía. Cuando se recuperó, viajó a Atenas en un ferry. El periplo de Wegasi había comenzado con una caminata de 100 km hasta Sudán. De ahí partió en avión hasta Estambul y luego fue a Marmaris, desde donde zarpó el barco. La odisea le costó a sus padres 10.000 dólares.