Robar y dormir entre cadáveres: los chicos que esconde Corea del Norte
SEÚL.- Mendigó, robó y durmió entre cadáveres en frías estaciones de trenes. Sungju Lee fue un kotjebe o chico golondrina, el fracaso más sangrante del gobierno pretendidamente paternalista de Corea del Norte . Su biografía, de apenas 30 años, está instalada en el vértigo. Hoy acude al café de moda de Seúl después de un opíparo ágape institucional con su inglés pulcro, anteojos de diseño y un flequillo medidamente caótico.
Lee recibió las mejores cartas que se reparten en Corea del Norte. Su padre era un alto militar que servía a la dinastía Kim. En Pyongyang disfrutó de una casa de tres habitaciones, ropa y comida sin escaseces y visitas semanales al parque de atracciones. El paradigma del paraíso socialista que clama la propaganda. Pero las vidas en Corea del Norte descarrilan en cualquier momento. Su padre, ebrio en una reunión de colegas, exclamó que su país carecía de futuro y la familia fue expulsada a Gyeng-seong, una ciudad anodina del noreste. Lee tenía 10 años.
"El tren estaba destartalado. Cuando nos acercábamos a la ciudad vi por la ventanilla a muchos niños mendigos. Yo estaba en estado de shock, pensaba que mi país era de los mejores del mundo. Le pregunté a mi padre qué era todo aquello y él me respondió que el 90 % de la gente vivía así. Nuestra casa era diminuta y fría, no teníamos electricidad. Mi madre lloraba a la mañana siguiente porque no teníamos nada para comer".
El niño mimado de ciudad hubo de lidiar con las asperezas rurales y compañeros de pupitre malnutridos. El director del colegio los sacó al patio y vieron a un hombre y una mujer atadas a sendos postes. Él había robado; ella había intentado huir a China. Condenados por alta traición, aclaró el director. Tres policías dispararon otras tantas balas sobre ellos. Lee estaba suficientemente cerca para ver sus cráneos reventados.
La situación en casa rozaba la desesperación. Su padre le dijo que iba a China a buscar comida y sus súplicas fracasaron. No regresó. Meses después su madre le dijo que iba a China a buscar comida y sus súplicas fracasaron de nuevo. Tampoco regresó. Solo y abatido, enojado por la irresponsabilidad de ambos y con agua con sal como único alimento durante días, buscó la ayuda de un amigo huérfano.
"Era un carterista experto. Me llevó al mercado y me dijo: aquí esta tu cocina, toma lo que quieras. ¿No quieres morir? Pues entonces roba. Me di cuenta de que los huérfanos solitarios morían pronto de hambre o frío y que sólo juntándonos podríamos salir adelante. Pronto formamos nuestra banda, éramos siete chicos de 12 y 13 años. Me eligieron jefe por mis conocimientos de taekwondo, pero la lucha en las calles no tenía nada que ver con lo que había aprendido en la academia. Perdí muchas veces, pero la confianza de mis amigos me hizo perseverar y ser más fuerte".
Quiénes son los kotjebes
Los huérfanos vagabundos son la cara opuesta de la versión oficial. Se los conoce como golondrinas por su eterno deambular en busca de comida y refugio. La palabra kotjebe está prohibida y el país niega su existencia. Estimaciones independientes hablan de 200.000 kotjebes.
Las hambrunas de finales de los años 90, tras el colapso del bloque soviético, fueron una máquina de fabricar kotjebes. Es improbable encontrar un ecosistema más hostil para la supervivencia de un niño vagabundo que aquellos tiempos.
"El gobierno no los quiere vagabundeando. Son una molestia porque roban en los mercados y a los vendedores ambulantes. Esos niños hambrientos dan muy mala imagen al país", corrobora Ho-Taeg Lee, director de la ONG The Refugee Plan. "Cuando son capturados son dirigidos al goohoso o casa de refugio. Si tienen padres, se les devuelve a casa. Si no, acaban en orfanatos donde recibirán educación y desde ahí serán enviados a granjas o fábricas", añade.
Frente a este corresponsal fue colocada media vaca en una reciente visita a un orfanato de Pyonyang. En las despensas se apilaban cajas de tofu, verduras y otros variados alimentos, con el etiquetado en inglés. Las fotos de la última visita de Kim Jong-un colgaban en las paredes más nobles. Que no les falte nada a mis chicos, había ordenado.
Robos para sobrevivir
La banda de Lee robaba por el día en el mercado hasta que eran reconocidos por los comerciantes y subían a un tren en marcha. En la nueva ciudad luchaban con las bandas locales por el territorio. Ganar o perder significaba ser siervos o reyes y no había compasión. Lee perdió a un amigo en una pelea. Otro murió por la paliza del guardián de un depósito gubernamental del que habían robado patatas. Era invierno y ni siquiera pudieron cavar un hoyo, lo dejaron cubierto de piedras.
"En aquellos días había muchos cadáveres en las calles. Dormíamos en la estación de tren. Cada mañana llegaba un funcionario para comprobar quién estaba dormido y quién estaba muerto. Si había algún muerto, nos elegía para que lo lleváramos a algún lugar a cambio de pan. Todos esperábamos que al día siguiente hubiera más muertos para conseguir más pan".
El refugio era peor que la calle. Muchos niños morían de hambre, enfermedades o agotamiento por el trabajo forzado. Lo llamaban la "tumba" y se esforzaban en escapar tan pronto podían. Hay un halo romántico en ese pertinaz grito de libertad de los kotjebe, meandros en una sociedad rectilínea, sin familia ni colegio pero a salvo de la propaganda delirante y siempre con un tren a mano. Lee habla de sus amigos como hermanos y aún sueña que nadan en el río.
Esperanza
Sus días en la calle terminaron cuando su abuelo lo encontró en un mercado tras cuatro años de búsqueda. Una mañana recibió la visita de un hombre con una carta en la que su padre le pedía que se reuniera con él en Seúl y al día siguiente partió ayudado por las redes de traficantes. Allí lo encontró y abrazó, aún confundido entre la alegría y el resentimiento. Lee trabaja hoy en una organización que ha llevado a 300 norcoreanos a Seúl y publicado su biografía Every falling star para encontrar a su madre. Aún conserva la esperanza.
En Seúl sufrió la habitual adaptación problemática de los norcoreanos al mundo opuesto. El miedo a cruzar calles atiborradas de coches, la discriminación de una sociedad que los llama hermanos pero los desprecia cuando identifican su acento norteño o la gestión de conceptos vaporosos. "Un día fui a comprarme un bolígrafo. Había cientos, miles. Pasé ahí la tarde hasta que los probé todos. Esto debe ser la libertad, comprendí".
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