Crónicas norteamericanas. El elusivo arte de la disculpa política
Por Mario Diament
MIAMI.- Como los peces, los políticos mueren generalmente por la boca y el único antídoto conocido suele ser una buena y contundente disculpa, aunque la eficacia de este recurso ha demostrado ser tan elusiva como arbitraria.
En la Argentina, los políticos no se disculpan porque la experiencia les ha demostrado que es mucho más provechoso negar la realidad. Pero en los Estados Unidos, donde la opinión pública es más sensible a los exabruptos de sus representantes, la disculpa política ha sido elevada al nivel de un arte.
El ejemplo más reciente es el del senador Trent Lott. Quince días atrás, Lott, un republicano por el Estado de Mississippi, era el hombre más poderoso del Senado norteamericano y se aprestaba a recuperar su sitio como líder de la mayoría; ayer, Lott anunció que su renuncia al cargo después de batallar durante dos semanas por su supervivencia política y la culpa ha sido una frase de 24 palabras, pronunciada en el contexto de un discurso donde se celebraba el centésimo aniversario de su colega, el senador Strom Thurmond de Carolina del Sur.
En 1948, Thurmond había sido candidato a la presidencia por el Partido Republicano con una plataforma donde defendía la segregación y en el discurso de cumpleaños, Lott tuvo la mala idea de decir: "Cuando Thurmond fue candidato, mi Estado votó por él. Si el resto del país nos hubiera seguido, no habríamos tenido los problemas que hemos tenido todos estos años".
Desde que cometió su fatídica gaffe , Lott se disculpó cinco veces. Pero el antídoto no dio resultado y aún sus más leales colegas admitían privadamente que el hombre empezaba a tener el color típico de los cadáveres políticos.
De Nixon a Clinton
A la luz de las tribulaciones de Lott, una variedad de historiadores y profesores ha estado en los últimos días revolviendo archivos, tratando de establecer qué es lo que constituye la perfecta disculpa salvadora.
Uno de los ejemplos más notables de cómo puede tomarse el toro por las astas, fue el famoso discurso de Richard Nixon el 23 de septiembre de 1952, conocido como "el discurso Checkers", donde Nixon, entonces un joven senador por California, ridiculizó los cargos de que había recibido regalos inapropiados indicando que éstos incluían "un pequeño cocker spaniel llamado Checkers, que mi familia se propone conservar".
Años más tarde, cuando renunció a la presidencia acosado por las revelaciones del caso Watergate, Nixon ofreció otra disculpa pública que también se ha vuelto legendaria: "Siento profundamente por el daño que puede haber sido causado en el curso de los eventos que me llevan a esta decisión", afirmó.
"Sólo quiero decir que si algunos de mis juicios fueron equivocados -y algunos fueron equivocados-, fueron hechos en lo que, en ese momento, creí que era el mejor interés de la nación", agregó.
Uno de los grandes malabaristas de la disculpa es, sin duda, el senador Ted Kennedy, que no sólo confesó y se excusó por una variedad de pecados sino que logró remontar un misterioso incidente en 1969, cuando el automóvil en el que viajaba con una de sus asistentes (posiblemente su amante) se precipitó en el lago de Chappaquiddick.
La mujer murió y Kennedy abandonó el lugar sin avisar a la policía. Días más tarde, enfrentó a la opinión pública, diciendo: "Esta semana ha sido un tormento para mí y para los miembros de mi familia y el dolor que sentimos por la pérdida de una amiga maravillosa, habrá de quedar con nosotros por el resto de nuestras vidas".
También Bill Clinton ha sido un maestro del mea culpa. Cuando finalmente admitió haber mentido bajo juramento, dijo: "Sé que mis comentarios públicos y mi silencio en esta cuestión han dado una falsa impresión. He engañado a la gente, aún a mi propia esposa. Lo siento mucho".
Perdón a medias
Lott nunca estuvo en la misma categoría. Uno de sus mayores problemas fue que su exabrupto reabrió el debate racial en el momento en que la administración Bush se encuentra preparando la campaña militar contra Irak y esto hizo que las principales figuras del gobierno, desde el presidente al secretario de Estado, concluyeran que lo mejor es deshacerse de él.
Pero Lott sigue empeñado en rescatar lo que queda de su carrera. Su desconcierto es comprensible si se piensa que, como hombre de la vieja escuela sureña, está persuadido de que ningún político se disculpa por lo que es, sino por lo que ha dicho; ni nadie se excusa por lo que ha hecho, sino por lo que ha trascendido de lo que ha hecho.
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