El Rasputín de los Andes y su oscura red de intrigas
El maquiavélico ex jefe de los servicios secretos fue el poder detrás del trono
El Rasputín de los Andes, el López Rega del fujimorismo, el monje negro de Perú, el todopoderoso jefe de los servicios secretos, el hombre detrás del poder, Vladimiro Lenin Montesinos ha sido rey de reyes en el reino del espanto, como Alvaro Vargas Llosa bautizó la etapa de oscurantismo político que con su caída parece llegar a su fin en Perú.
Oscuro y maquiavélico, pragmático e inescrupuloso, este ex capitán del ejército, abogado de narcotraficantes, espía doble y asesor presidencial, se ha movido en las sombras de la intriga para transformarse en la figura detrás del trono y convertir su nombre en una leyenda impronunciable entre los bastidores de la vida peruana.
Nació en Arequipa hace 55 años, en una familia de raigambre marxista, pero con el tiempo su única ideología serían la intriga y la traición. Desde temprano quedó claro que las armas le atraían más que la ley y, tras recibirse de abogado, en 1966 ingresó en las filas militares.
La ausencia de escrúpulos también comenzaba a adivinarse. "Fui su profesor en la Facultad de Derecho -recuerda Francisco Loayza, hoy periodista opositor-. Teníamos una buena relación hasta que descubrí realmente quién era: un traidor que no se puede contener."
Su foja de servicios comenzó a ensuciarse en la década de los setenta, cuando falsificó la firma de un alto jefe del ejército para conseguir un viaje a los Estados Unidos que le proveería supuestos contactos en el país del Norte.
De esa época provienen los primeros acercamientos con el espionaje y las sospechas de sus vínculos con la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA), que derivarían años más tarde en su expulsión del ejército, cuando en 1983 se descubrió que había robado información confidencial sobre los planes de Perú en el conflicto con Chile y los había vendido a Washington.
Fuera de las fuerzas armadas, a Montesinos sólo le quedó regresar a la abogacía, y durante la década de los ochenta defendió a los mayores capos del narcotráfico peruano.
La llegada al poder
En 1990 Alberto Fujimori (el Chino) era un desconocido ingeniero de origen japonés que aspiraba llegar a la presidencia. En un país donde la corrupción había campeado durante el gobierno de Alan García y los políticos estaban mal conceptuados, la inexperiencia del Chino fue a la vez su virtud. Pero, neófito en cuestiones militares, necesitaba un asesor con información de primera para controlar las viciadas fuerzas armadas y vencer a la guerrilla.
Fue entonces cuando Montesinos se acercó a Fujimori y le demostró cómo había vaciado de informes a los servicios secretos militares y acumulado valiosos datos sobre las principales personalidades de Perú. La información era tan tentadora para el Chino como el deseo de controlar a ese enigmático Montesinos que todo lo sabía. Así, le cedió el virtual control del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) y juntos encararon la reestructuración de las fuerzas armadas.
Además, el ex capitán consiguió el "arreglo" de algunas causas judiciales que Fujimori tenía pendientes y, según investigaciones periodísticas, habría sido él quien fraguó la partida de nacimiento del mandatario.
En poco tiempo, Montesinos designó comandantes de región a sus viejos amigos de promoción y retiró a los militares que lo habían expulsado una década atrás.
Sus contactos con sectores de narcotraficantes le sirvieron para quebrar la espina dorsal de Sendero Luminoso con la captura de su máximo líder, Abimael Guzmán, en lo que constituyó su golpe maestro. Con la guerrilla vencida, la popularidad de Fujimori crecía y en 1992 se decidió a asumir la suma del poder por medio de un "autogolpe". Nuevamente Montesinos fue el verdadero arquitecto de la maniobra.
Sus métodos
Cada vez más poderoso, Montesinos no ahorró métodos para acallar a sus enemigos y la tortura y las persecusiones a la prensa independiente y los políticos opositores comenzaron a ser moneda corriente.
Convertido en el verdadero conductor del régimen, el temido Rasputín de los Andes fue tejiendo una red de intrigas que le permitió controlar las principales dependencias castrenses, regiones político-militares, el Poder Judicial, la Fiscalía, un sector de la prensa y la bancada oficialista en el Congreso.
También dominaba a los narcotraficantes, a quienes daba libertad de acción a cambio de importantes sumas de dinero. Uno de los capos de la droga, Demetrio Chávez Peñaherrera, denunció incluso que recibía mensualmente pagos de 50.000 dólares. Desde entonces la DEA no le perdió pisada.
Con el tiempo, el jefe de los servicios secretos también controló a Fujimori, de quien conocía todos sus secretos.
Pero cuando más poderoso se sentía, Montesinos cometió dos graves errores. El primero de ellos fue involucrarse en el tráfico de armas para la guerrilla colombiana, interfiriendo con el Plan Colombia diseñado por los Estados Unidos. De pronto, Montesinos ya no tuvo amigos en Washington.
En su segundo y decisivo error lo hizo incurrir su manía de controlarlo todo. Cuando colocó una cámara oculta en su despacho para filmar a sus visitantes, ignoraba que un día sería cazado en su propia trampa. Y nada menos que in fraganti , sobornando a un legislador de la oposición.
Montesinos había acumulado tanto poder como enemigos y sectores de la marina habrían conjurado lo que determinaría la caída del hombre fuerte de Perú.
Ya perdida la confianza de Fujimori, que también encontró en el escándalo la manera de desprenderse de su polémico asesor, a Montesinos sólo le cupo optar por el exilio. Fujimori le abrió la puerta, y el que había sido durante una década el hombre más poderoso del país huyó a Panamá. Pero ni ese país, que dio refugio a algunos de los personajes más corrompidos de estas latitudes, aceptó acogerlo.
Volvió a Perú y Fujimori ahora dice que lo busca. No le conviene encontrarlo.
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