El trabajo que Bush no quiso terminar
Por Carlos María Reymundo Roberts
Ya se sabe, por el viejo refrán, que no es buena cosa dejar para mañana lo que puede hacerse hoy.
Pero George Bush, el héroe en Washington del triunfo de las fuerzas que se aliaron contra Saddam Hussein en la Guerra del Golfo de 1991, eligió no concluir su faena.
Cuando el 28 de febrero mandó detener, en las puertas de Bagdad, la Tormenta del Desierto -aquella fabulosa operación por aire y tierra que avanzó sobre los cadáveres de la alicaída defensa iraquí-, estaba tomando una decisión histórica y dramática: dejar en el poder a Saddam Hussein.
Nada, en rigor, le impedía continuar. Nada le impedía ir a buscar al demonio -en la definición de Washington- que se había permitido desafiar la autoridad del país que precisamente en aquel conflicto, posterior al derrumbe soviético, estrenaba su papel de único guardián del universo.
Bush no quiso hacerlo. "No sabíamos qué podía venir después", explicaría con el tiempo, cuando muchos intelectuales y políticos norteamericanos, como Jane Kirkpatrick, ya se animaban a colocar aquella controvertida decisión en la antología del disparate.
¿Qué razones tan fuertes, tan poderosas, pudo tener el presidente para no hacer lo que todos esperaban que hiciese? Probablemente la primera sea aquélla, la que él mismo dio: el temor a la libanización que podía sobrevenir en Irak, donde, además del conflicto interno con los kurdos, mantenido a raya sólo gracias a las bayonetas de Saddam, los Estados Unidos ni siquiera reconocían una oposición confiable.
La estabilidad, ante todo
Washington, que había tenido por virtual aliado a Bagdad durante el largo conflicto armado entre Irán e Irak, y que no está convencido de haber descifrado las claves de la guerra y de la paz en Medio Oriente, temía por la estabilidad de la región. ¿Qué podía pasar si el devastado Irak, finalmente potencia nuclear, quedaba a merced de ayatollahs, de iluminados, de hambrientos de comida o de poder?
Acaso Bush también confiaba en que Saddam, desarmado, embargado y espiado hasta en el retrete por las Naciones Unidas, aprendería la lección.
Desde luego, la menos verosímil de todas las explicaciones -aunque oída alguna vez- es que Bush, desde la altura de su reinado, quiso dar una muestra de oportuna magnanimidad después de haber hecho una definitiva demostración de poder. La conmiseración no suele anidar en los dominios de la razón fría de Estado.
En cualquier caso, Saddam, aclamado en la derrota -dentro de su país y en otros de la región- por el solo hecho de haberse animado a combatir al maligno , empezó rápidamente a hacer de las suyas después de que Bush le entregó el mando, y la pesada carga de la supervivencia de aquél, a Bill Clinton.
¿Terminará Clinton con el trabajo que se negó a terminar Bush? Por las noticias que llegan de Washington, el presidente tiene hoy, a las puertas del impeachment, razones mucho más contundentes que el cumplimiento de un viejo refrán.
lanacionar