"Ellos nos restituyeron toda la dignidad"
Eugenia Unger tenía 13 años cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Vivió en el gueto de Varsovia hasta que éste fue liquidado. Pero ese fue sólo el comienzo: luego la enviaron a los campos de concentración de Maidanek, Birkenau, Auschwitz y Ravensbruck
Camina apurada, llena de bolsas en las manos, entra al Museo del Holocausto, y empieza a saludar a todos con fuertes abrazos. Pide disculpas por la demora. "Es que tengo que dar otros tres testimonios hoy", dice Eugenia Unger, de 76 años, mientras se acomoda en una silla.
Las vivió todas. Nacida en Varsovia, Polonia, tenía 13 años cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Vivía con sus padres y sus tres hermanos. "Tenía una familia como todos", afirma. Cuenta que vivía muy bien, que ella y sus hermanos estudiaban y que su padre tenía un puesto muy importante "hasta que llegaron los nazis y lo obligaron a renunciar".
Eugenia se propone recordarlo todo y habla con bronca e indignación: "En Polonia se sentía mucho antisemitismo, y apenas entraron los nazis, obligaron a todos los judíos a usar una banda con la estrella de David, y empezaron a cerrar las calles, para formar el gueto".
De familia polaca acomodada, cuenta que cuando los alemanes llegaron los hacían mudar de una casa a otra. En 1940 se vieron obligados, como todos los judíos, a desplazarse al gueto de Varsovia. "Teníamos que agarrar sólo una bolsa y llevar algunas cosas - narra, mientras estalla en lágrimas - y yo agarré mis muñecas; en aquel entonces era una niña".
Eugenia cierra los ojos y recuerda: "Vivir en el gueto era la miseria humana. A los judíos nos daban una ración de 150 calorías diarias. La gente se moría en las calles, había montañas de muertos, cada vez más enfermos de fiebre tifoidea, los chicos iban por la calle pidiendo y mostrando fotos: ´mi mamá era linda, mi mamá era hermosa, mirá que hicieron, no tengo mamá, ni tengo papá´".
"A mi me tocó de todo. Pero sobreviví. Los otros seis millones no sobrevivieron. Mataron a un millón y medio de niños", dice.
Eugenia parece revivir la pesadilla cuando habla. "Sabíamos que teníamos todo perdido. Ya no quedaba casi nadie en el gueto cuando estalló el levantamiento", asegura, mientras se seca las lágrimas.
"Estos chicos se tiraban sobre tanques, luchaban con bombas molotov y se prendían, se tiraban de la ventana, yo lo vi con mis propios ojos. No sé qué podría decir aparte de heroicos, ellos nos restituyeron toda la dignidad, porque sin ellos no hubiéramos podido estar hoy acá", afirma.
"Durante el levantamiento no entendíamos nada. En el día nos escondíamos en los bunkers y salíamos de noche como ratas. Muchos se presentaron ante los nazis, porque les ofrecían un kilo de pan o de mermelada. La gente estaba muy hambrienta", relata y reconoce con dolor: "Después nos dimos cuenta que de ahí iban a la muerte, que los llevaban a las cámaras de gas".
"Vendíamos todo lo que podíamos en la zona aria. Mi mamá tenía joyas y pieles. Mi hermano y yo nos turnábamos para canjearlo. Pasábamos por los pozos, o se hacía un agujero en los muros para salir. Con esto hacíamos contrabando y podíamos vivir. Pero quien no tenía joyas se moría", relata.
Eugenia fue una de las últimas que quedaron en el gueto. "Me sacaron con las manos en alto. Para entonces ya no estaban más ni mi papá ni mis hermanos".
No hay perdón que valga
"Yo nunca voy a perdonar lo que hicieron con nuestro pueblo. No hay palabras para definirlos. Mientras yo viva juré que no voy a olvidar lo que pasó. La transmisión es muy importante para que todo el mundo sepa lo que hicieron con nosotros", asegura.
Eugenia explota en furia: "Los nazis hicieron una industria de la muerte. Hacían jabón de grasa humana, con el pelo judío fabricaban colchones, con su piel, lámparas. Cuando entré a Birkenau me cortaron el pelo, me pusieron la ropa a rayas y unos suecos de madera, me tatuaron el brazo. Yo ya no era yo", dice Eugenia y se pregunta: "¿Cómo es posible denigrar así a un ser humano?".
Eugenia además, luego de liquidado el gueto estuvo en varios campos de concentración. "Cuando salí, ya estaba idiotizada, pesaba 25 kilos. Era puro hueso". Y admite: "No te imaginás lo que era la vida en los campos, la cantidad de veces que pensé en tirarme sobre el alambre de púa".
La pesadilla continúa
Los tormentos no terminaron para Eugenia. Dice: "La guerra es un monstruo que pisa fuerte, después de la guerra cada uno quiere violarte, cada uno quiere manosearte, no tenés donde entrar, no tenés familia, no tenés a nadie, es horrible".
"Es increíble que esté viva. Después de la guerra, llegué a la Argentina ilegalmente, porque no dejaban entrar a los judíos acá. Yo quería ir a Israel, estuve esperando en Italia, pero los ingleses no me dejaron entrar. Tenía papeles para ir a los EE.UU., pero tampoco me dejaron pasar. Entonces, ¿Tenía que volver al campo de concentración?", pregunta desesperada.
Volver a vivir
Eugenia, casada con David Unger, uno de los combatientes del levantamiento, tiene dos hijos y seis nietos. A los 76 años, sigue siendo un torbellino. Está todo el día de un lado para el otro, cocina, recibe invitados, viaja, da conferencias, trabaja activamente dentro del Museo de la Shoá.
Sin embargo, la marca del Holocausto - indeleble desde su brazo - la conmina a hablar una y otra vez sobre sus experiencias reeditando su propia resistencia y convirtiéndola en legado.