Opinión. Hemos esperado demasiado tiempo a Europa
Tom Buhrow International Herald Tribune
BERLIN.- Los comediantes suelen tener una rutina en la que le preguntan a un integrante del público de dónde viene. Cuando un comediante de París recibía como respuesta "soy de Europa", sabía lo que quería decir: "¡Entonces usted es de Alemania!".
Así era hace diez años. En ese entonces, yo era corresponsal en Francia de la televisión alemana y en mi país todavía estaba de moda decir "no somos alemanes, somos europeos".
En estos días, mientras Alemania no se decide a ayudar con el rescate a una Grecia insolvente, los europeos y los norteamericanos han comenzado a temer que estemos abandonando el ímpetu europeo para volcarnos al burdo nacionalismo.
En mi opinión, es al revés: son los otros los que nunca aceptaron una Europa integrada y ahora se sorprenden de que nuestros recursos se estén agotando.
Es probable que Alemania sea el país que más cree todavía en la idea de una Europa única. No nos estamos volviendo más nacionalistas, sino más realistas. Cargamos el proyecto europeo sobre nuestras espaldas durante décadas. Pagamos la parte del león de todos los presupuestos y grandes proyectos que se le ocurrieron a la Unión Europea (UE) relegando intereses nacionales.
Traumatizados y avergonzados después de la Segunda Guerra Mundial, ansiábamos una nueva identidad. Queríamos ser europeos más que alemanes. Ese era nuestro estado de ánimo durante toda la Guerra Fría, y lo siguió siendo después de la caída del Muro de Berlín.
Después de trabajar en París, llegué en 2002 a Washington para hacerme cargo de nuestra oficina en esa ciudad y compartí mis pensamientos con un diplomático francés: "No estamos sólo coqueteando con Francia", le dije. "La cosa va en serio: queremos casarnos. Pero se nos está acabando el tiempo."
No de un día para otro, le dije. Lentamente estábamos logrando reconciliarnos con nosotros mismos. Nos estábamos convirtiendo en un país normal? dentro de lo posible.
El diplomático estaba desconcertado. Nunca lo había considerado desde ese punto de vista. Francia fue durante mucho tiempo esa hermosa mujer acostumbrada a que la cortejen, pero que no tiene la menor intención de jurar amor eterno. Y en más de un sentido lo mismo ocurre con el resto de Europa.
Poco antes de que la UE se ampliara, resultó claro que ya no sería factible tomar las decisiones por consenso, y se comenzó a discutir la posibilidad de una verdadera federación.
Pero Jacques Chirac, entonces presidente de Francia, dijo que su país jamás aceptaría ser la Arkansas de la UE. Cuando le informaron que Francia podía ser California, respondió que eso tampoco ocurriría. Entonces nos quedó claro que los compañeros europeos no tenían intenciones de dar un paso más en la construcción de una Europa unida. Y sigue siendo así.
Sin embargo, ésa fue la promesa que nos hicieron cuando abandonamos el marco alemán por el euro. Nos prometieron que la unión monetaria era apenas una de las patas de la integración. La otra sería la unidad política completa.
El marco era la bandera de Alemania, nuestra identidad. Los alemanes confiaban en su banco central, el Bundesbank, más que en cualquier institución política: mantenía estable nuestra moneda, y los alemanes adoramos la estabilidad. Así y todo, renunciamos al marco por un sueño: los "Estados Unidos de Europa". Pero era nuestro sueño y el de nadie más.
Las viejas acusaciones
La mayoría de los gobiernos europeos quería seguir siendo naciones-Estado en lo político, esperando solidaridad en lo económico. Ahora los alemanes son acusados de egoísmo y nacionalismo, porque dudan a la hora de rescatar a otros países. Ya han comenzado a sobrevolar las viejas acusaciones. ¿De eso se trata el proyecto europeo? ¿Los alemanes tenemos que pagar las cuentas o nos echan en cara nuestro pasado?
Mensaje a Europa: estaríamos encantados de seguir pagando, pero el dinero se acabó. Algunas industrias alemanas siguen siendo sólidas, pero el país no crece al ritmo al que se achica y envejece su población.
Una vez, durante las negociaciones presupuestarias de la UE, Margaret Thatcher gritó "¡Devuélvanme mi dinero!". ¡Imagínense si lo hubiese dicho Alemania!
Por lo menos era su dinero, el de Gran Bretaña. Ahora, lo que se escucha es "¡Denme dinero!". Pues bien, si Europa es sólo una cuestión de dinero, mucho me temo que los alemanes pronto se sientan tentados de decir: "Devuélvanme mi marco".
Además, no se trata sólo de una cuestión de dinero. Si así fuera, rechinaríamos los dientes y terminaríamos pagando. El tema aquí es la moneda común. Todos nos comprometimos a preservar su estabilidad. Si rompiéramos ese compromiso, estaríamos desprestigiando nuestra unión.
Quizá sea el momento de hablar claro, como no lo hacen nuestros gobiernos. Hermanos europeos, no somos los alemanes los que estamos dándole la espalda a Europa. Son ustedes quienes nunca apoyaron por completo el proyecto de la UE.
Nosotros quisimos disolvernos dentro de una unión más amplia y ustedes no. Es muy triste, pero no hay problema. Tampoco significa que vamos a comenzar a odiarnos. Seguiremos admirando la contribución de Grecia al legado europeo, amando la belleza y la cultura francesa, la simpatía italiana y las bellas playas españolas.
Seguiremos haciendo negocios y acordando proyectos que Alemania tendrá el gusto de financiar. Seguiremos siendo grandes amigos. Pero no compartiremos nuestra clave del cajero automático. Ese es un privilegio reservado a los esposos, y nosotros hemos esperado al pie del altar durante demasiado tiempo.