La semana internacional. La democracia electoral
La victoria de Lugo ilustra la virtud del voto para desplazar a una hegemonía
EL viento de la democracia electoral sigue soplando fuerte en el Mercosur. La victoria de Fernando Lugo en el Paraguay, el pasado domingo, ilustra con creces las virtudes del sufragio para desplazar a un régimen hegemónico del ejercicio del poder. El desplazamiento entraña un serio desafío. En nuestros países, la democracia electoral es un punto de partida para alcanzar los beneficios de una democracia institucional capaz de reconstituir el Estado de derecho y de echar las bases de una democracia de ciudadanos con mejores niveles de equidad.
La situación política y social del Paraguay respondía hasta hace apenas siete días al modelo de un régimen heredero de una larga y férrea dictadura. Asentado sobre importantes recursos naturales (agua, electricidad y ahora soja), ese aparato administraba una sociedad pobre que, como recurso ordinario de equilibrio, expulsaba a su población más desamparada. La piedra de toque de este arreglo político fue el Partido Colorado, que siguió controlando el Estado y la sucesión política luego del derrocamiento de Alfredo Stroessner en 1989.
Entre aquella fecha y las recientes elecciones transcurrieron casi veinte años: el tiempo de una traumática transición plagada de divisiones entre los colorados (la más visible es la de Lino Oviedo), renuncias de presidentes, comicios manipulados por el fraude y crímenes. Todo ello, en medio de una atmósfera nublada por la corrupción. Por momentos, el Estado paraguayo remedaba un botín pronto a ser capturado por diferentes facciones dentro de un mismo partido. La imagen corresponde, pues, a la de un régimen hegemónico adaptado a una sociedad desigual en la que se fueron abriendo paso las condiciones propias de una política más competitiva. En poco menos de dos décadas se produjo lo que para muchos evocaba un hecho extraordinario, a contrapelo de las tradiciones establecidas.
Este último aspecto merece subrayarse porque, si la democracia electoral tiene espacio para soplar, nada en ese plano está definitivamente determinado. Hasta los resortes del fraude se oxidan cuando las diferencias en las urnas son tan grandes que impiden recurrir a ese antiguo método. Ocurrió hace poco en Venezuela; ahora también en Paraguay.
Para romper con los esquemas dominantes, las denuncias y las terapias regeneracionistas con sus invocaciones y exigencias éticas son insuficientes. Es necesario, además, abocarse al difícil aprendizaje del arte de las coaliciones políticas. En gran medida, ésta fue la estrategia de Fernando Lugo. En torno a su liderazgo se desplegó un amplio arco, que abarca desde los partidos tradicionales de oposición de centroderecha, hasta un conjunto de movimientos sociales que pueden ubicarse en el cuadrante de la izquierda.
El carácter heterogéneo de esta coalición significó una ventaja electoral y, al mismo tiempo, puede llegar a ser un signo de debilidad de no poner en práctica algunos requisitos en cuanto a su capacidad de gobierno. Dada la urgencia de lo que hay que hacer, la inteligencia y voluntad del presidente electo, serán decisivas para mantener la cohesión en sus filas y poder enfrentar a un régimen que, si bien cayó en la liza electoral, dispone de enormes recursos en la burocracia del Estado.
De aquí se infiere que el propósito mayor que debería inspirar al nuevo gobierno paraguayo es el de ir armando, mediante reformas sucesivas, el perfil de una democracia institucional. Está muy claro que, en esta materia, nada puede ofrecer el liderazgo de Hugo Chávez en Venezuela, y muy poco es lo que podría extraerse de las experiencias en Bolivia y en nuestro país. En Bolivia campea el ascenso político de sectores sociales anteriormente excluidos en el marco de un durísimo y violento conflicto de carácter étnico y regional. Desde la Argentina, felizmente abierta a una inmigración paraguaya que nos aportó ejemplos de trabajo y esfuerzo, son escasas las enseñanzas que podrían recibir en materia institucional. Aquí, en lugar de avanzar, se retrocede.
Por eso ha hecho bien el presidente electo en dirigir su mirada hacia el Uruguay. Los gobiernos y la oposición de los países pequeños guardan un depósito de sabiduría que debería servir de ejemplo para superar la inestabilidad y arrogancia de algunos países grandes. En el caso del Uruguay, la experiencia reformista que, con altibajos, procura llevar adelante el gobierno de Tabaré Vázquez, ha permanecido ajena a los cantos de sirena del chavismo.
Como, en rigor, no hay patrimonio exclusivo de la izquierda en aquel vociferante socialismo (que poco tiene de social democracia y mucho de populismo) debe quedar bien en claro que el patrimonio reformista en América latina se ha bifurcado en corrientes mucho más atentas a la convivencia democrática, al desarrollo institucional y al respeto del pluralismo. No hay, entonces, un solo itinerario digno de ser recorrido sino dos caminos posibles. En esta encrucijada se encuentra el reformismo paraguayo en ciernes. Por eso, parece por lo menos apresurado formular dictámenes que anuncien un giro inevitable hacia el chavismo. Razón de más para que la Argentina y Brasil afronten con inteligencia regional las demandas que vendrán desde Asunción en materia energética.
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