La despedida de un amigo argentino
MAR DEL PLATA.- "Oscar, no nos demos las direcciones ni los teléfonos. Hoy nos encontramos en el Tupungato y mañana será en otra parte. Que el destino decida y buena suerte."
Sólo me quedó asentir y darnos un abrazo. Así me despedí de Miguel Gil Moreno, "el gallego de AP", en la capital mendocina, el 25 de febrero último. Habíamos pasado juntos casi una semana en la Cordillera acompañando a los militares que buscaban los restos de los tripulantes y pasajeros del Avro Lancastrian Star Dust, el avión inglés que se estrelló contra una de las laderas de dicho volcán en 1947.
Aunque el grupo de periodistas de nuestro país y del exterior que participaba de la expedición sumaba 16 personas, Miguel y yo congeniamos de inmediato, superando largamente la cordial relación que nos ligaba al resto de los colegas. Y esa afinidad no nació de los contratiempos propios de la tarea a cumplir a 5000 metros de altura, en medio de los Andes, sino del humor y las bromas que compartimos casi sin pausa durante aquellas jornadas y de la alegría que nos provocaba ser parte de esa misión.
"Después de Chechenia, esto es un regalo que no soñaba, y por eso todo me parece fabuloso", repetía Miguel, aunque su equipo de transmisión satelital se empacara por el frío, o el polvo del camino se empeñara en meterse en los recovecos de su cámara.
Poca cosa, seguro, al lado de las vicisitudes que soportó en los Balcanes, en el Cáucaso o en Ruanda. Pero, a despecho del escenario, su pasión por la profesión que había elegido era la misma. Como el entusiasmo con que se levantaba cada mañana. "¿Qué tenemos hoy?", repetía mientras apuraba el mate cocido con pan, sentado sobre una piedra y con la Betacam siempre a mano, por las dudas.
La guerra en foco
Durante las marchas que compartimos o en el fogón que antecedía a los descansos nocturnos, Miguel recordaba que se hizo periodista en la guerra civil que despedazó a la antigua Yugoslavia y que esa experiencia llevó a Associated Press, la agencia para la que trabajaba, a pasearlo por distintos conflictos mundiales.
Su cámara, salvo algunos breves descansos, como el de Mendoza, siempre tuvo la guerra en foco, con una particularidad: viajaba solo, sin cronista. "Me muevo mejor así y, por suerte, mis jefes lo entienden", decía.
Pero esa soledad no lo había vuelto huraño y el egoísmo era para él una tierra desconocida.
La noche en que encontramos los cadáveres de los tripulantes del avión, dos de las mulas que transportaban nuestro equipo se desbarrancaron y se perdieron las baterías de los teléfonos y el combustible para el grupo electrógeno.
Desalentado por el episodio, comprendí que mi crónica no llegaría a Buenos Aires. Sin embargo, Miguel sacó de la mochila su aparato satelital con la carga casi agotada y lo puso en mis manos. "Toma, habla al diario y cuenta lo que pasa, yo transmitiré cuando el equipo electrógeno haya recargado mi batería", dijo. "Eso sí -reclamó- préstame el linimento que no doy más de las piernas." El singular trueque hizo que la crónica se publicara a tiempo y, de paso, calmó el dolor de las piernas del Gallego.
Además, lo ayudó a soportar la travesía que le aguardaba al día siguiente, pues cuando regresábamos al campamento base la mula que montaba se lo sacó de encima sin aviso y Miguel debió caminar cinco horas con su cámara al hombro. Todavía recuerdo cómo vadeó el río Tres Quebradas, a 2700 metros de altura, con el agua a la cintura, agotado pero sonriente, y gritando: "Pues que la tía me ha tirado y no se quedó a esperarme".
Anteayer mataron a Miguel en Sierra Leona. Parece que el destino al que aludía el Gallego, al pie de la Cordillera, cambió la suerte de mi amigo.
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