La "jungla" de Calais, una aldea que se prepara para lo peor
CALAIS, Francia.- Dividido en barrios, con colmados, bares, templos, escuela y biblioteca, el campamento de inmigrantes de Calais, en el norte de Francia, es una auténtica aldea provisional que puede tener sus días contados.
Mientras las autoridades insisten en la necesidad de derribarlo, el poblado mantiene su rutina, creada como respuesta a las necesidades cotidianas y con el concurso de numerosas organizaciones humanitarias que ayudan a los cerca de 4000 inmigrantes allí establecidos.
Muchas de estas organizaciones se oponen a que el campamento sea derribado, porque allí los inmigrantes encuentran una especie de vida social, un tejido que les facilita la convivencia y que no tendrían en el campo de barracones anexo montado por el gobierno francés.
"Todo lo que se ha creado aquí ha sido en respuesta a necesidades reales. Todo lo que hay allí es artificial", dice, mientras señala con su mano los barracones, Jean-Marc, voluntario de Médicos Sin Fronteras (MSF).
La "jungla" de Calais tiene sus códigos y, aunque ninguno de sus habitantes está allí de forma permanente, sus habitantes no quieren perder esa especie de cotidianeidad creada mientras aguardan su oportunidad para pasar a Gran Bretaña, el objetivo que los ha llevado hasta allí.
"Allí está el barrio de los sirios, este sendero conduce al de los afganos y un poco más al fondo, junto a la salida, son eritreos y sudaneses", explica Jean-Marc, que acaba de terminar, junto a otros compañeros, el rutinario reparto de comida. Los que acuden al puesto de la ONG son los más pobres del campamento, porque otros tienen de qué alimentarse.
Un grupo de chadianos acaba de terminar de cocinar una comida típica de su país. "Esto no se come en Europa, pero es delicioso", apunta uno de ellos entre risas.
Medhy regenta un pequeño colmado en el que se puede comprar té, pasta, bebidas, cuscús, frutos secos y ketchup, entre otros productos de su limitada oferta. Su tienda está situada en una caseta de madera, una de las formaciones más sólidas de un campamento levantado sobre el barro y el follaje, donde la mayor parte de los habitantes duermen en simples estructuras de lona o viejas tiendas de campaña.
De una de ellas, construida de lata, sale Aso, un iraní que lleva colgada en su cuello una cruz de madera. "La vida es muy difícil en Irán para un cristiano", cuenta este joven de 22 años, que repite una y otra vez que está deseando llegar a Gran Bretaña, donde lo esperan sus dos hermanos.
Aso escupe al suelo cuando habla de Francia. "Aquí no nos quieren, pero lo que no saben es que nosotros estamos deseando irnos. Que nos dejen pasar", afirma con un tono entre enfadado y resignado. Tiene estudios y está convencido de poder encontrar un buen trabajo. En ningún momento se plantea dejar la "jungla" para instalarse en los barracones del gobierno francés. Levanta su mano y extiende los dedos: "Lo que quieren es esto, nuestras huellas", denuncia.
A pocos metros, Maginon acaba de asearse en uno de los puestos de agua instalados por el gobierno. Sabe lo que es estar en un campo de inmigrantes oficial, porque hace unos meses fue atendido en uno de ellos a causa de un problema en el hígado.
"Antes, yo intentaba pasar [a Gran Bretaña] cada noche. Ahora las condiciones son más complicadas, hay más seguridad y hay que caminar mucho más. Como máximo lo intento una vez a la semana", dice.
Las asociaciones que trabajan en la "jungla" creen que muchos de sus habitantes han anticipado su posible demolición y han buscado nuevos trampolines desde los que saltar a Gran Bretaña. "Ahora será más difícil controlarlos y sus condiciones serán peores. Justo lo contrario de lo que se pretendía", retoma Jean-Marc.
Agencias EFE
Luis Miguel Pascual
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