No podemos convertirlo en un monstruo
PARIS.- Yo no sé lo que realmente pasó el sábado pasado en esa habitación del ahora famoso hotel Sofitel de Nueva York. Yo no sé si Dominique Strauss-Kahn es culpable del hecho del que se lo acusa o si estaba, en el momento del hecho, almorzando con su hija.
Yo no sé -pero en este caso, por el contrario, sería bueno que lo supiéramos cuanto antes- cómo pudo introducirse en la habitación de uno de los hombres más vigilados del planeta una mucama sola, contrariamente a lo que se acostumbra en la mayoría de los grandes hoteles neoyorquinos, donde las tareas son efectuadas por "brigadas de limpieza" compuestas por dos personas.
Y tampoco quiero entrar en consideraciones de psicología barata, pretendiendo poder entrar en la cabeza del interesado advirtiendo, por ejemplo, que el número de la habitación (2806) se corresponde con la fecha (28-06) de la apertura de las primarias socialistas, lo que indicaría que se trató de un acto fallido, un lapsus suicida.
Lo que sí sé es que nada en el mundo justifica que se arroje a un hombre a los lobos de esta manera. Lo que sí sé es que nada, ninguna sospecha -y me permito recordar que al momento de escribir estas líneas no son más que sospechas- autoriza a que el mundo se regodee ante el espectáculo de ese hombre esposado, demacrado, que no pierde su dignidad. Lo que sí sé es que nada, ninguna ley del mundo, debería permitir que otra mujer, su esposa, admirable en su amor y su valentía, se vea expuesta a las indecencias de una opinión pública ávida de chimentos y vaya uno a saber de qué oscura venganza.
Y también sé que el Strauss-Kahn que yo conozco, el Strauss-Kahn cuya amistad cultivo desde hace 25 años y que seguiré cultivando, no se parece en nada al monstruo, a la bestia insaciable y malévola, al hombre de las cavernas que nos pintan. Seductor, seguramente; encantador, amigo de las mujeres y sobre todo de su esposa, naturalmente. Pero ese personaje brutal y violento, ese animal salvaje, ese primate, por supuesto que no, es un absurdo.
Siento bronca contra la jueza norteamericana, que, al dejarlo librado a la turba de cazadores de imágenes, seguramente quiso demostrar que Strauss-Kahn debía recibir justicia como cualquier otro. Siento bronca contra un sistema judicial en el que cualquiera puede acusar a otro de cualquier crimen: será el acusado quien deba demostrar que la acusación era mentira.
Siento bronca contra la prensa amarillista neoyorquina, que sin antes de haber realizado la menor verificación, ha pintado a Strauss-Kahn como un enfermo, un degenerado, casi un asesino serial. Siento bronca, ya que al menos hay que nombrar a alguno, contra el diputado Bernard Debré, que denunció -justamente él- a un hombre "poco recomendable" que "se entrega a sus apetitos sexuales".
Siento bronca contra todos los que prestan espacio con beneplácito a esa otra joven que pretende haber sido víctima de un intento de violación similar, hecho que calló durante ocho años, pero que no bien vio la oportunidad, sacó a relucir para venderlo frente a las cámaras.
Y además estoy consternado, por supuesto, por el alcance político. La izquierda, si la estrella de Strauss-Kahn llega a eclipsarse, perdería a su campeón. Francia perdería uno de sus servidores públicos más competentes. Y además Europa, por no decir el mundo, le deben que desde su lugar los últimos cuatro años haya contribuido a evitar lo peor. De un lado, estaban los liberales a ultranza, partidarios de los planes de ajuste; del otro lado, estaban los que, con Strauss-Kahn a la cabeza, habían comenzado a imponer reglas de juego más estrictas para los poderosos, más favorables para los países proletarios y, entre ellos, para los más frágiles y desposeídos.
Su derrota sería también la derrota de esa noble causa. Para esta parte de Europa y del mundo sería un desastre porque el FMI, bajo su liderazgo y por primera vez en su historia, no estaba dispuesto a venderse a los intereses superiores de las finanzas. Esa sí que sería una señal nefasta.
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