Ratzinger, según el recuerdo de una argentina
Ana Fernández trabajó durante diez años junto al nuevo papa en el Vaticano; destaca su bondad
"¡Qué persona serena, amable! Nada que ver con lo que dicen algunos medios."
Ana Fernández, argentina, licenciada en Historia Eclesiástica en la Universidad Gregoriana, trabajó diez años cerca del cardenal Joseph Ratzinger en la Congregación para la Doctrina de la Fe, en Roma. Integrante de la institución Servidoras, ella colaboró entre 1989 y 1999 en la secretaría y el archivo del Catecismo de la Iglesia Católica cuando éste se preparaba en esa congregación.
"Miento si digo que en 10 años alguna vez lo vi enojado o impaciente", comenta en una charla en Buenos Aires. Y destaca su bondad; recuerda cómo se detenía a conversar siempre con la portera, Clelia, que era viejita, preguntándole cómo andaba.
Le encanta la música, dice, y si había que regalarle algo lo que más le gustaba era alguna versión de Mozart. Una vez contó, haciéndolo suyo, lo que le dijo en una de sus charlas el teólogo protestante Karl Barth: "En el cielo, la música, sin duda, es Bach, pero los angelitos para estar contentos escuchan a Mozart".
Ella recuerda los trabajos del Catecismo universal, reuniones en las que se hablaba en varios idiomas: los italianos, en su idioma; dos franceses, en el suyo; un norteamericano, en inglés; otro prelado, en español. Ratzinger escuchaba, sabía hacer un resumen asumiendo y destacando el aspecto positivo de cada uno.
"¡Cuánta paz nos comunicaba con su presencia, cuánto respeto! ¡Nos inspiraba la máxima confianza!", dice Fernández. Destaca su sonrisa cordial, espontánea, y su mirada penetrante, que también, le parece, "dejaba una estela de serenidad". Recuerda con qué atención el cardenal escuchaba y respondía a las preguntas: "De los monseñores, o mías. O también, cuando cruzaba la Plaza de San Pedro, con algún estudiante, como un chico argentino de 17 años con el que habló largo y tendido, con gran confianza".
"El cardenal alemán no es prusiano -dice-; viene de las raíces católicas de Baviera. Es un alemán más «latino». Es sacerdote, hombre de fe." Lo ve alegre, sensible, artista y seriamente intelectual. "Es un téologo. No se estanca, está permanentemente pensando."
Cuando murió la madre de Ana, que era de Arrecifes, Ratzinger ofreció por ella una misa cantada en latín. Y también ella supo cosas de su familia. Como que su padre se retiró anticipadamente como gendarme porque veía venir un ataque a lo religioso, y su madre hizo de cocinera en un hotel tres años para pagar sus estudios. El hermano, sacerdote, dirigía un coro. Y la hermana, María, estudió para secretaria y vivió en Roma acompañándolo hasta su muerte.
Ana Fernández piensa que el papado es un gran servicio pero lleva un peso ímprobo. Sin embargo, opina que Jesucristo le ha hecho un gran regalo al cardenal alemán al sacarlo del despacho de la Congregación. Considera que al "encerrarlo" en el Palacio Vaticano, al mismo tiempo lo ha largado al mundo, al aire libre. A los jóvenes, que con tanto dolor había perdido cuando tuvo que dejar sus cátedras para ir a Munich como arzobispo y a Roma como prefecto, a ella le parece que ya los recobró, desde el primer día y venidos de todas partes, en la Plaza de San Pedro.
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