Sin Milosevic, los serbios esperan alivio económico
BELGRADO.- La rebelión aplaca la ira acumulada durante años. Pero no soluciona las carencias cotidianas, según lo experimentaron miles de yugoslavos que ayer pasaron el primer día de su nuevo gobierno en busca de comida y medicamentos, mientras veían cómo el valor de su moneda se evaporaba en el aire frío del otoño.
El día tampoco fue sencillo para el flamante presidente Vojislav Kostunica. Sus primeras 24 horas las pasó encerrado, lejos de la gente que hace cinco días hizo historia al movilizarse para llevarlo al poder. Y catapultó su imagen a Occidente como la de un hombre querido y respetado.
Sí, en cambio -y posiblemente sin desearlo-, estuvo mucho más cerca de la cúpula del ejército que, sin ser llamada, se presentó en su oficina. Nada menos que para decirle que notaba "fenómenos negativos" después del proceso electoral y que posiblemente se estuvieran violando "la Constitución y las leyes".
Un mensaje tan ambiguo como inquietante, que no encontró al abrumado presidente en su mejor momento. Sus primeras horas han sido también de un constante deshojar margaritas para tratar de descifrar qué harán los diputados de Montenegro -la otra república de la Federación Yugoslava-, de cuyo apoyo depende para formar un gobierno que al menos tenga vocación de estabilidad.
No es un coqueteo sencillo: el Partido Popular Socialista (SNP) de Montenegro ha sido tradicionalmente aliado del derrotado Slobodan Milosevic. Hasta anoche, los montenegrinos vendían cara su respuesta. Hoy, en la prevista reunión del Parlamento, posiblemente haya señales al respecto.
La paradoja es que en una Yugoslavia fragmentada y dividida hasta la exasperación, todo tiene que ver con todo. Y si la formación del gobierno se demora, posiblemente también se dilate la llegada de los fondos prometidos por las potencias occidentales y la Unión Europea. Y aquí el dinero se necesita con urgencia.
Ayer nadie sabía cuánto valía un dinar (la moneda local), que es lo mismo que decir que nadie sabía cuánto valían su trabajo o lo que producía.
Mientras los susurrantes cambistas del centro compraban un dólar a un precio de entre 35 a 45 dinares, en Montenegro sólo ofrecían 20: una diferencia del ciento por ciento.
El aumento de los precios acompañó el desplome de la moneda. Pequeño, de un verde sin vida y ya inútil, el billete de máxima denominación -cien dinares- apenas alcanza para pagar un viaje en taxi. Hacen falta quince de ésos para una comida. Y ni hablar de operaciones más grandes.
"No compres café", ordenó una madre a su hija. La mujer luego explicó: "Hace una semana costaba 220 dinares. Ahora está a 450. No hay dinero que alcance", dijo. Como maestra, ella gana 10.000 dinares por mes. En el mercado formal, claro. Porque en el informal compra y vende lo que puede, y con eso se defiende.
Junto con la inflación, el mercado negro se ha desarrollado en Belgrado como los virus de la gripe, contra la que pocos tienen medicamentos.
Rara vez los precios que se ofrecen son los que se pagan. Y pocas cosas son tan apetecidas como una divisa extranjera, especialmente los marcos alemanes. Tanto que suele ser el único medio aceptado para el combustible, convertido en un bien precioso tras el bloqueo petrolero. Pero ni siquiera a sus propietarios les va bien: como hay poca nafta, muchas veces tienen el negocio cerrado.
Divisas del exterior
Con la economía paralizada e incierta, muchos serbios se mueven en estos días casi sin dirección. Pacientemente, esperan en las calles rotas la llegada del vetusto trolebús que los cargue. Gran parte de ellos sobrevive gracias a lo que produce la tierra y, sobre todo, merced a las divisas que envían familiares en el extranjero.
En un país donde la estadística se convirtió en una frivolidad, nadie sabe exactamente cuántos yugoslavos viven en el exterior. Pero no hay duda de que son muchos. Y de que sus envíos de dinero hacen diferencia en una economía aislada a fuerza de sanciones.
"Tú no sabes lo que es ver que tu país se ahoga", dijo ayer Sava Prokurixa, un serbio casado con la maestra. Ingeniero, él lo dice por experiencia: trabaja en una empresa de computación con apetencias de internacional, que languideció poco a poco a fuerza -dijo- del efecto del aislamiento.
Típicos representantes de clase media, ambos viven en un piso en la céntrica calle Svetog, cerca de la catedral, al que se accede por un ascensor donde también viaja la basura, que es más urgente remover y que nadie remueve: el portero dejó de trabajar para manejar un taxi.
Los demás desperdicios esperan en el hall de escaleras, cuyo aroma -tan fuerte como el del elevador- se conoce cuando el aparato deja súbitamente de funcionar. "Es normal", dice Prokurixa, con tono de hartazgo.
Otros inventan negocios de momento. Como los fotógrafos de plaza que ayer buscaron ganar algo con una foto de souvenir frente al saqueado edificio del Parlamento.
Cohabitaban en sus escaleras con decenas de reporteros gráficos de todo el mundo, que buscaban ayer allí una nota de emoción que les costaba obtener. Del ánimo de rebelión quedaba ayer tanto como aire en una goma pinchada. Y pintadas frescas sobre otras viejas que nadie limpió.
Sí tuvo su agosto un grupo de estudiantes serbios que, en precario inglés, hacían declaraciones para una cadena internacional y luego para otra. No ganaron un centavo, pero sí gozaron con su momento de fama.
A diferencia de las piedras del derruido Muro de Berlín, un pedazo de vidrio astillado era lo único que podía obtenerse a modo de recuerdo del pequeño edificio de línea clásica frente al que se protagonizó la mayor revuelta de Europa desde que cayó el comunismo. Todo bajo la atenta mirada de las dos enormes esculturas que flanquean la entrada, con solitarias figuras humanas aplacando la fuerza de caballos desbocados.
Una imagen que posiblemente sirva para sintetizar los esfuerzos que tiene por delante el nuevo presidente.
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