Un estallido que busca forzar un cambio en el modelo
Santiago, Chile.- De manera imprevista, Chile enfrenta un escenario de protesta y violencia a nivel nacional que significa la paralización de múltiples actividades laborales, académicas y de servicios en parte importante del país.
Por primera vez un gobierno democrático impone un estado de excepción constitucional (de emergencia) con toque de queda, con un jefe de la Defensa Nacional (FF.AA.) a cargo de las distintas zonas donde se ha decretado y con despliegue militar para asegurar el orden público y evitar el vandalismo, el cual ha comprometido más de 120 siniestros en propiedades estatales y privadas y 80 estaciones de metro severamente dañadas por la acción de minorías intensas. Las protestas y los actos vandálicos, iniciados el viernes, se han mantenido el fin de semana y se anuncian nuevas convocatorias para hoy y el resto de la semana.
Este escenario compromete no solo al gobierno de Sebastián Piñera, en la medida de asumir una derrota política al verse obligado a decretar el estado de emergencia cuando el cuadro político lo hacía presumir del oasis presentado por Chile, lo cual avala que hayamos sido elegidos sede de la APEC en noviembre y de la COP25 en diciembre. En ambos eventos la concurrencia de delegados y su nivel estarán en evaluación por cada uno de los países asistentes, en virtud del riesgo y de la incertidumbre que ello implica.
Se quiera reconocer o no, la derrota política de Piñera al no anticipar el movimiento social y sus implicancias e imponer un estado de emergencia conlleva la instalación de un escenario de crisis política cuya solución exige una hoja de ruta transformadora, pero con el imperativo de lograr un consenso transversal con diversos actores políticos y sociales.
Al efecto, la reunión mantenida con los presidentes de los otros poderes del Estado (Legislativo y Judicial) no avanzó en ninguna propuesta sustantiva: solo se limitó a acelerar la aprobación de la ley para anular el alza del metro (la suba fue de alrededor de 5 centavos de dólar). Se trata de entender que la indignación social se refiere a la exigencia de que el Estado sea eficiente en sus políticas públicas, en la eficiencia de atender y proteger a los miembros de la sociedad, brindar una calidad de vida y no estar permeado por la corrupción.
Significa, además, que se desea un mercado que no abuse y sometido al control, fiscalización y regulación del Estado, de manera que la actual concentración de la riqueza no conlleve una desigualdad cuantitativa y cualitativa.
El gobierno, tal como ha sucedido con otros en América Latina, intenta controlar la crisis por medio de la administración de la represión, sin hacer gestión, como tampoco hacerse cargo de la urgencia de una nueva hoja de ruta. Mientras ello no suceda, el estallido social seguirá su escalada.
En los próximos días, se puede prever que tendremos por parte de sectores políticos y sociales peticiones de renuncia de ministros y presidente junto a la búsqueda desesperada de acuerdos, los cuales dejarán en evidencia los intereses en juego y que van más allá de lo doméstico en Chile.
Chile asumió el modelo macroeconómico neoliberal en 1982 y constituye el referente obligado para demostrar que un país en desarrollo puede lograr en corto tiempo un desempeño económico sobresaliente, como ha sido demostrado.
Con esta movilización social, el vandalismo delictual y las minorías intensas ideológicas buscan obligar al cambio de modelo o, al menos, a una profunda relativización. Si ello se logrará o no lo sabremos muy pronto. y dependerá de la voluntad de liderazgo no solo de Piñera, sino también de toda la elite y de sectores representativos de la sociedad.
El autor es analista político de Chile y socio director de Analytyka
Guillermo Holzmann
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