Un panóptico al revés que podría contribuir a una suerte de transparencia por default
Cincuenta y cinco muertos, más de 2000 heridos y daños por 1000 millones de dólares. Ese fue el resultado de un sólo video casero dado a conocer en marzo de 1991, cuando un vecino de la ciudad de Los Angeles, Estados Unidos, grabó la golpiza a la que la fue sometido el taxista Rodney King. La absolución de cuatro de los cinco policías involucrados en la paliza fue la gota que rebasó el vaso y la ciudad se vio envuelta en los masivos disturbios de 1992, con el saldo antedicho.
Un video. Uno solo. Pero anticipaba un cambio de paradigma cuyo impacto empieza a hacerse obvio sólo ahora. El 5 de este mes, el asesinato de Alton Sterling a manos de dos policías en Baton Rouge, Louisiana, Estados Unidos, fue grabado por varios teléfonos celulares de los transeúntes que asistieron a la escena. Antes de ayer, en un hecho no menos absurdo, un oficial del Departamento de Policía de San Antonio, Minnesota, en ese mismo país, asesinó a Philando Castile dentro de su auto. Esta vez, su novia, Diamond Reynolds, que conducía el coche, empezó a transmitir en vivo mediante Facebook Live los 10 minutos siguientes a los disparos. La grabación, que Facebook primero censuró y luego debió volver a subir al sitio -esta vez con una advertencia de imágenes sensibles- es aterradora.
Pero la violencia policial contra las minorías, especialmente los afroamericanos, no es ninguna novedad. Ya son 136 los negros asesinados en Estados Unidos por la policía sólo este año; 24 estaban desarmados, según el diario inglés The Guardian. La noticia es que ahora esta atrocidad se ha vuelto visible, está grabada y al alcance de todos; o directamente se la transmite en vivo.
Se ha vuelto visible a causa de los avances técnicos ocurridos en los últimos 30 años. Las computadoras y sus hermanos portátiles, los smartphones; la miniaturización, que nos provee de cámaras de video de alta resolución del tamaño de un garbanzo; Internet, y las redes de datos móviles. Oficialmente, ya casi no existe modo de ocultar un hecho. Es prácticamente imposible, en un mundo que contabiliza unos 7000 millones de celulares, y que espera vender 1600 millones más este año. Caben en el bolsillo, pero son un equipo de documentación audiovisual capaz de transmitir en vivo en cualquier momento y a casi todo el planeta al toque de un botón, y en casi cualquier circunstancia; Reynolds tenía las manos en el volante, por orden de la policía. Aún así, su video, que fue visto unas tres millones de veces, muestra las escenas desgarradoras de la agonía de Castile.
Ahora súmese el ingrediente de los drones y queda claro que ésta es la primera vez que la civilización se encuentra frente a semejante escenario. Por eso, gran parte de la clase política y los funcionarios públicos siguen sin poder digerir la idea. Creen, con inocencia infantil, que todavía conservan algo de poder sobre el registro de los hechos. Los policías que detuvieron a Castile habían apagado sus propias cámaras, en otro intento patético de tapar el sol con las manos. Ni siquiera se dieron cuenta de que la mujer estaba filmando todo.
Hay una vuelta de tuerca más en este nuevo paradigma en el que todos pueden estar haciendo lo que el periodismo bautizó cámara oculta. Puesto que la plataforma de viralización es Internet, los videos no pueden luego simplemente eliminarse. Decenas, luego cientos, miles, millones de copias de los registros audiovisuales son replicados en otros servicios (los de Castile y Sterling ya están, por ejemplo, en YouTube) y, por si esto fuera poco, cualquier persona puede descargar esos videos a sus propias computadoras. Dicho simple, no existe modo de eliminar estas pruebas de violencia policial. Lo que sube a Internet, queda en Internet.
La misma regla aplica al resto de los servidores públicos, en cuya órbita un tercer factor vuelve más difícil la situación del corrupto, del que abusa de poder, del que intenta cohecho, del que contabiliza pilas inexplicables de dólares. Los videos ya no están, como fue el caso de Rodney King, en una cinta. Estos registros son numéricos. Como los documentos de Snowden, una denuncia cabe en un pendrive y se puede enviar a las antípodas en pocos minutos y de forma segura. De allí que el anonimato y la encriptación deben seguir disponibles para el público; son el equivalente a la protección de las fuentes que garantiza, en el oficio del periodismo, que la información siga circulando.
Aunque hoy suena quimérico, incluso un poco ingenuo, esta mirada masiva, omnipresente e incontrolable podría conducir con el tiempo a una suerte de transparencia por default. Poco a poco, a regañadientes, el que pretende cometer un ilícito deberá aceptar que alguien podría estar no sólo filmándolo, sino que incluso podría estar saliendo en vivo para una audiencia de 3200 millones de cibernautas.
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