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Varias veces en este blog nos hemos remitido a los mismísimos albores de la música, aquellas lejanas épocas en las que los "shows" consistían meramente en la performance de un ejecutante que realizaba un patrón percusivo uniforme y repetitivo apenas matizado con alguna intervención vocal (o ni siquiera eso), mientras las masas se contoneaban rítmicamente sin prestar demasiada atención a la estructura de la música que oían y sin exigir más que ese impulso visceral que los instaba a mover el cuerpo. O sea: re precario y básico, nada que ver con lo que pasa ahora que tenemos tecno, DJs, raves y todo eso.
Pero decíamos: ya en aquel momento, el esbozo de músico se las arreglaba para perderse en los laberintos de su inoperancia, llegando tarde a compromisos incluso millones de años antes de la invención del reloj, o siendo incapaz de conseguir que lo llamaran a tocar los tambores ante otro público que no fuera su propia tribu. Fue en ese entonces cuando otro cavernícola más pillo, que por algún motivo se había hecho una especie de corbata con una lengua de algún bicho del año del choto, se percató de que el tipo era marcadamente lelo, se le acercó y le ofreció trabajar para él, prometiéndole que sólo tendría que ocuparse de la creación porque todas las tareas que le conciernen a un ser humano adulto y funcional se las iba a hacer él a cambio de unos cuantos piedrodólares. El proto-rockstar lógicamente la flasheó en colores y cerró el trato con la palabra que definiría el destino de su especie de allí en más: "uga". Así nació la figura del manager de rock.
Para el músico, el manager tiene un efecto muy parecido a la mandanga: les sirve para disimular su incapacidad, pero si le dan demasiado protagonismo los puede dejar tecleando. Su campo de acción incluye desde pelearse a los gritos con un productor para que el camarín tenga agua caliente hasta conseguir una ferretería abierta a las tres de la mañana en San Antonio de Padua porque al cantante se le antojó atornillar el bidet a la pared. También es un eficaz traductor rockstar - humano, como se puede apreciar en el siguiente dialoguito real con los nombres cambiados para no darle un 50% de asco a Fito.
ROCKSTAR ALDO: Ya mismo quiero que la habitación tenga un jacuzzi lleno de Evian saborizada de banana con toallas de seda china bordó tejida por gusanos recién bañados en Evian saborizada de banana. También quiero una Minipymer, un Abdominizer y un Anal Intruder, y que me lo traiga la chica de Dulce Amor a upa de la de Graduados. Y todo eso envuelto en papel celofán con un estampado de Yogui el Oso con la camiseta de Talleres de Remedios de Escalada. Si no, no toco.
CONSERJE: Cómo es.
MANAGER: Dale la pieza mediana que está del lado de la cocina, mandale un vino de treinta mangos en una hora y llamale a Brenda o a Vanina y deciles que digo yo que todo bien pero que a las cinco de la mañana lo dejen dormir.
CONSERJE: Ta.
Pese a todo esto, la tarea del manager Jedi suele estar estigmatizada por el tan temido manager Sith, quien –tal vez con las pelotas del tamaño de dos fans de Wanda Nara por abarajarle los chanchullos a su inepto mandatario sin recibir jamás crédito alguno- es capaz de incrementar sus honorarios unilateralmente embolsando sin aviso el monto de las anticipadas de un Cemento y trasladarlas hasta el casino más cercano, donde procede a permutarlo por un montón de llanto y excusas (caso real, pero esta vez real real, y no pasó una sola vez sino dos y con la misma banda, en un pasmoso caso de lealtad suicida). Y ya que hablamos de excusas... el pretexto es al manager lo que la pentatónica al guitarrista medio pelo: ese recurso al que echa mano cada vez que se embarulla, logrando quedar casi siempre como un campeón del mundo sin gastar nada. Un error de cálculo en la planificación de una gira se puede fundamentar perfectamente con un complot de la CIA, una encíclica papal o un ataque alienígena: esas son las ventajas de tener que darle explicaciones a un zanguango cuya única preocupación es tratar de desabotonarse de una coloradita calcada a Lindsay Lohan pre reviente.
Por este motivo, los managers de rock tienen una regla de oro: aunque sean compinches, amigotes, cómplices y padrinos mutuos de sus hijos, jamás se emborrachan o se enfalopan en compañía de sus representados. Esa doble moral tan ventajosa que posee el rockstar les permite andar enfafafados por la vida como si fueran los sobrinos predilectos del Willy Wonka de la papota, pero si alguien de su entorno se muestra levemente mareado por la toxicidad, inmediatamente se convierte en un delicuente y/o inservible y todos los males del mundo se pueden atribuir a su inconmensurable drogadicción. Claro que también hay casos de mexicaneada de estupefacientes entre managers y bandas, como el de aquel manejador que adquirió determinada bolsa para entrar en gracia con el grupo que los había invitado a Europa, pero a mitad de camino cambió de planes y procedió a inocular su mucosa nasal con todo el profuso contenido en la soledad de su habitación de hotel (otro caso verídico que circula por ahí).
Igual que la niñera que te cría y te estimula para convertirte en un buen muchacho o te pone los dibujitos toda la tarde y te sopapea para que te calles, el manager tiene, por delegación, un enorme poder sobre el rockstar. Por eso, el consejo es uno solo: querelo, respetalo y reconocele sus méritos, pero designá un adulto responsable que cada tanto chequee los números. Recordá que tu ascenso al rockstarismo de adamantium depende en gran parte de su culo inquieto, pero que a la vez tu descenso a las ingratas ciénagas del trabajo y la grisácea vida normal está al alcance de su mano.
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