Cine nacional, de época, pero gasolero
Con mucho ingenio y bajo presupuesto, muchas producciones nacionales salen airosas del desafío de reconstruir los tiempos pasados
Cuenta el director Eduardo Postiglione que en 2008, durante el rodaje de su película Días de mayo, con eje en el estallido social ocurrido en 1969 y conocido como el Rosariazo, consiguió reconstruir algunas escenas gracias a la colaboración del Ejército Argentino, que le prestó un tanque y una tanqueta, además de uniformes y pertrechos varios. La filmación tuvo lugar en pleno centro de la ciudad natal del cineasta, con varias escenas de represión registradas con mucha verosimilutud. "Fue curioso: algunas personas que caminaban por el lugar se asustaron: creyeron que los militares habían vuelto a salir a la calle", explicó el director en diálogo con LA NACION. "Mi película costó unos 600.000 dólares, pero si se hubiese filmado rentando ese tipo de equipos, entre otros elementos de vestuario que conseguimos haciendo malabarismos, no hubiese bajado del millón", asegura.
En toda su historia, el cine argentino ha vivido –y sufrido– idas y venidas de todo tipo, las más frecuentes económicas, a partir de que demostró que no solo podía hacerlo con ideas brillantes sino también con uñas como para competir con Hollywood.
En estos últimos años se han conocido películas con escenografías y vestuarios sobresalientes en manos de técnicos-artistas argentinos que, por lo visto, pueden demostrar que no solo en Hollywood o en Cinecitta, pueden recrearse los viejos tiempos.
Dentro de tres semanas –el 21 de mayo– Postiglione estrenará su reconstrucción de la rebelión popular en la ciudad santafecina; en estos días Teresa Costantini llega al corte final de Felicitas, acerca del drama real de Felicitas Guerrero ambientado en la segunda mitad del siglo XIX, y Héctor Olivera (que ya recreó viejos tiempos varias veces), prepara El mural, ambientada en la década del 30, con eje en la historia detrás de la obra Ejercicio plástico, de David Alfaro Siqueiros, pintada hace 75 años en un subsuelo de la quinta Los Granados, propiedad de Natalio Botana, en Don Torcuato.
Los rubros escenografía y vestuario no son nuevos en el cine argentino. Todo lo contrario, sólo basta con sintonizar Volver o Canal 7 en horarios precisos. Mientras funcionaron los grandes estudios de la época dorada del cine nacional –Argentina Sono Film, Lumiton y San Miguel, entre otros– la producción local se dio el lujo de recrear desde iglesias y casinos (por ejemplo en Dios se lo pague), pueblos españoles (La dama duende) y hasta incluso las escenografías de clásicos de la literatura europea (Madame Bovary, Casa de muñecas) y, ya sin esos estudios que podían proveerlo todo, se destacó el trabajo en obras como Los siete locos, El pibe cabeza y La mafia, de Torre Nilsson, Juan Moreira y Gatica, de Leonardo Favio; Asesinato en el Senado de la Nación, de Juan José Jusid; tres de Olivera, a saber La Patagonia rebelde, El muerto y Ay, Juancito; Camila, Miss Mary y Yo, la peor de todas, de María Luisa Bemberg; Eva Perón, de Juan Carlos Desanzo; la operística El sueño de los héroes, de Sergio Renán; Roma, de Adolfo Aristaráin; la primer escena de Luna de Avellaneda, de Juan José Campanella; El niño de barro , de José Algora, y La señal, de Ricardo Darín y Martín Hodara, entre otras.
Recrear aquellos viejos tiempos genera angustias a la hora de armar presupuestos y dolores de cabeza en el momento de gastarlos en conseguir que todo parezca de allá lejos y hace tiempo a pesar de ser hecho ahora. La ciudad de Buenos Aires, que se caracterizó por un paisaje urbano de fuertes raíces europeas fue devastado en nombre del progreso. A la opción de la restauración y el reciclaje inteligente, como ocurrió tras la Segunda Guerra Mundial y sigue ocurriendo en las principales ciudades europeas, se impuso la idea de demolición, de cubrirlo todo con capas de distintos materiales que permitieran otras fachadas, carteles invasivos, la mayoría inútiles, que desesperan tanto a urbanistas rigurosos como a escenógrafos obsesivos.
En unas cuadras de Buenos Aires circula un viejo tranvía que fue traído de Portugal porque los propios fueron liquidados hace casi medio siglo (aparece en Un amor de Borges). Es improbable conseguir un trolebús, sin embargo es sabido que los encargados de arte de Francis Ford Coppola viajaron hasta Montevideo para reunir la cantidad de automóviles de época que necesitaron para la saga de los Corleone.
En su momento, el productor de La señal, Pablo Bossi, se quejó de que "no hay dos cuadras de Buenos Aires que uno pueda ver como si fueran de los años 50". En El niño de barro, explicó la productora ejecutiva Susana Maceiras, se usó San Antonio de Areco, no obstante fue necesario cubrir algunas calles ya asfaltadas con la tierra que en el Buenos Aires de 1912 tenían las de la zona donde cometió sus crímenes el Petiso Orejudo. Al anunciar El mural , Olivera expresó su desazón frente a los descuidados barrios porteños, como San Telmo, cada vez menos parecidos a lo que fueron.
Para la vestuarista Beatriz Di Benedetto (La fuga, La señal, Diarios de motocicleta), Felicitas implicó el desafío de recrear el pasado excepcionalmente con una inversión millonaria en el rubro. "Las dificultades son las mismas en todos los países sin una industria brillante y para no matar un proyecto con estos requerimientos recurrimos a nuestra habilidad para hacer milagros", dice. "La receta para combatir al crimen incluye un guión terrenal, un director que sepa transmitir lo que quiere, un diseño de producción coherente, cuidar la imagen tanto como el presupuesto, que el/la vestuarista sostenga la línea de la época y que reemplace lo que no se consigue con dignidad... ah, y abstenerse de rituales sociales a lo Scorsese y no pretender frisos confitados estilo María Antonieta", ironiza.
Para la escenógrafa Cristina Nigro (Yo, la peor de todas; Despabílate amor), que también forma parte del staff de Felicitas, el mayor desafío es lograr un puente entre lo que se quiere contar y la época. "No basta solo con documentarse y buscar la locación adecuada; hay que ir más allá y lograr escenarios que nos motiven cosas y nos trasladen a ese momento, sin dejar de lado lo estético", concluye.
Según el histórico diseñador de vestuario Horace Lannes (de La mujer de las camelias, en 1953, a Ay, Juancito, en 2004) en la actualidad es muy difícil conseguir muchas de las telas de viejos tiempos. "En Ay, Juancito, la mayoría de la ropa que usamos era auténtica, porque tengo una gran colección de vestuario de diferentes épocas, pero eso no es nada común. Hay gente muy talentosa haciendo estos trabajos en la actualidad, pero lo que se va perdiendo es la mano de obra. Sólo en los talleres del Colón son capaces de hacer algunos de esos vestidos, pero cuando esa gente se vaya retirando, sin dejar nuevas generaciones de profesionales, qué va a pasar", se pregunta.
Películas que se están filmando y algunas que todavía son proyecto requerirán mucho cuidado en estos rubros, como Fontana, la frontera interior , de Juan José Stagnaro (ambientada en 1880); El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella (la década del 70); La revolución es un sueño eterno, de Nemesio Juarez, según el relato de Andrés Rivera acerca de Juan José Castelli (1810) y los proyectos Aballay, de Fernando Spiner, western gaucho basado en un cuento de Antonio Di Benedetto (principios del siglo XIX); El oído de Ema , de Pablo Torre (acerca de los números vivos de los cines en los años 50), y la extraña invasión de El eternauta, de Lucrecia Martel, que por provenir de una historieta insuperable es la que más intriga genera.
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