Con la reverencia a otra parte
Cada vez que se anuncia una película de Godard, se genera una especie de coro monótono del que participan muchos críticos, algo así como un éxtasis anticipado y que no necesitará ser puesto a prueba con la película. Es que no importa la película: importa que es de Godard. Hay que reverenciarlo antes, durante y después, porque ya se sabe que es Godard y que es brillante. Si en Adiós al lenguaje hay algo de 3D, se dirá que es el mejor uso del 3D jamás practicado (a veces lo dice gente que ni se molestó en ver Avatar, de James Cameron). Y llega El libro de la imagen y hay grupúsculos fascinados y haciendo reverencias, y muchos de sus integrantes no han visto el corto De l'origine du XXIe Siècle, lo que más cita Godard en una -otra- película de citas. Los tejidos de sentido, las referencias misteriosas y opacas, y cada decisión mínima son recibidos con una admiración y un deseo interpretativo dignos de alguna escritura sagrada. Se supone que Godard está diciendo algo brillante, aunque casi nadie se moleste en clarificar qué cosa está diciendo. Ningún cineasta, y menos Godard -cuya filmografía inicial está entre los mayores tesoros artísticos del siglo XX-, merece esta recepción fanática, monárquica, acrítica, dogmática en el sentido más religioso, unidireccional y hasta soporífero del término.
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