Estreno de mañana. En busca de una nueva identidad
Llega "Ser digno de ser", la película del cineasta rumano Radu Mihaileanu
Radu Mihaileanu es un ciudadano del mundo. Nació en Rumania, en 1958, y luego de recorrer un largo y agitado camino, de vivir en diferentes lugares de Europa que le permitieron aprender varios idiomas, ve el tema de la inocencia frente a los grandes conflictos de la humanidad desde un ángulo muy particular.
En 1998 dirigió "El tren de la vida", con la que ganó el premio de la Fipresci en Venecia, la película de la que muchos medios especializados aseguraron que el comediante italiano Roberto Benigni "plagió" su exitosa y polémica "La vida es bella". En 2004 dirigió "Ser digno de ser" ("Vas, vis et deviens"), que Distribution Company estrenará mañana, ganadora del premio del público en el Festival Internacional de Cine de Berlín, el Cisne Dorado en el de Ankara, y el destinado a mejor película en el de Copenhague, antes de ser proyectada por primera vez en la Argentina en Pantalla Pinamar.
Mihaileanu siempre está de buen humor. Es dueño de una simpatía sin límites, y lo demostró como anfitrión de toda reunión realizada durante la muestra, cantando y bailando, por ejemplo, con la francesa Déborah François, protagonista femenina de "El niño", la española María Barranco y la argentina China Zorrilla.
Precisamente en Pinamar, Mihaileanu habló con LA NACION, acerca de su historia y la de su película, la aventura de un niño etíope de fe cristiana que, para sobrevivir a la barbarie, terminará creciendo como judío.
En 1984, cientos de miles de africanos de veintiséis países sobrevivían en campos de refugiados en Sudán. Estados Unidos organizó una operación de rescate -la conocida como Operación Moisés-, para transportar a cientos de judíos etíopes (falashas), a Israel. Una madre etíope hace pasar a su hijo de nueve años por judío para así salvarlo de una muerte casi segura. El niño llega a la Tierra Prometida y es declarado huérfano. Así, será adoptado por una familia judía sefardí de origen francés que vive en Tel Aviv y crece con su secreto a cuestas, descubre la cultura occidental al mismo tiempo que la lucha en los territorios ocupados por Israel, el racismo, principalmente por su color de piel, y adquiere de la enseñanza de algunos de sus maestros la sabiduría suficiente como para convertirse en alguien respetado, a pesar de su singularidad y de seguir observando a la distancia la misma luna de su infancia.
"Ser digno de ser" cuenta con un elenco encabezado por Yaël Abecassis, Roschdy Zem, Moshe Agazai y Moshe Abebe y Sirak M. Sabahat, entre otros.
Un largo camino
-¿Cuándo y por qué te fuiste de Rumania?
-Hace veinticinco años, por culpa del "amigo" [Nicolae] Ceaucescu. Tenía una compañía de teatro, fui actor del teatro judío en idish de Bucarest y tenía una compañía clandestina, para la que escribía y dirigía, en la que actuaba en puestas contra el régimen. Eran tragicomedias en las que todo el mundo entendía a quienes me refería cuando hablaba del rey y la reina.
-Por entonces, ¿cómo se trataba a los judíos en Rumania?
-Era el único país del bloque comunista que tenía relaciones diplomáticas con Israel, pero por razones estrictamente políticas. Todos los años Israel financiaba repatriaciones a Israel con un aporte económico de los Estados Unidos. En realidad sabíamos que el objetivo de Ceaucescu era ganar el Premio Nobel de la Paz. Además era muy buen amigo de Yasir Arafat, al que prestaba campos para el entrenamiento de tropas palestinas. Quería negociar entre Palestina e Israel y fue una ventaja para nosotros. Logré escaparme gracias a esa cuota de judíos rumanos que podían visitar Israel. Era una política de dos cabezas, la misma que Ceaucescu puso en práctica en la Segunda Guerra Mundial, cuando negociaba al mismo tiempo con Inglaterra y Alemania: mientras adentro perseguían a los judíos, incluso con pogroms, afuera los protegían, por si acaso ellos terminaran venciendo.
-¿Qué temas te interesan?
-En "El tren de la vida" hablé acerca de la inocencia, del ser humano y la vida. Tanto en aquel título como en éste se trata de niños -o grandes que parecen niños- que descubren el horror. En ambos casos se llama Schlomo. Son inmigrantes, y eso los pone en desventaja. Sin embargo, lo que antes me parecía una tristeza, ahora es riqueza. Es el motivo principal que me permite sentirme bien en todas partes, aunque siempre como el mismo Schlomo se está mejor sintiéndose un poco afuera, un poco adentro, cosa de equilibrar, de elegir uno dónde quiere realmente estar. Para los franceses nunca voy a ser un francés con todas las de la ley, porque para ellos sólo puedo llegar a ser un "francés de origen rumano". Me conviene, para mantener un equilibrio entre mi parte irracional, la que está adentro, y la racional, que mira todo desde afuera.
Con los pies en la tierra
-¿Cómo ven tu película los judíos más ortodoxos?
-Se sienten atacados. En cambio los que tienen mi misma mirada crítica se reconocen en el personaje. Hay cristianos y, cosa increíble, hasta musulmanes y japoneses, que se reconocen en Schlomo. Cuando fui a Japón, tenía miedo de que la gente no entendiera nada, pero se identificaron porque a fin de cuentas es la historia de un niño y tres madres. Los judíos son los únicos que tienen diferentes actitudes frente a esta historia, que está tomada de un caso real. Creo que los temas de mi película son la cuestión de la identidad y de adaptarse a una sociedad nueva y construirse con esta mezcla de identidades. Es el mundo de hoy y de mañana, y si no entendemos que ésta es una riqueza, vamos a estar perdidos
-La contradicción de la "globalización"
-Pienso que hay globalización, pero también individualidad, porque somos humanos y hay una identidad profunda con el lugar en que nacemos, la infancia, la familia, pero con los viajes, con la TV e Internet se empieza a tener el punto de vista del otro y de verse a uno mismo desde ese otro ángulo, cada vez más. La idea de una identidad pura deviene una imbecilidad, porque nacemos con una, pero después se mezcla con otras: escuchamos música latinoamericana, africana, europea, comemos de todo , ¿cómo se puede hablar todavía de una identidad pura si no existe?
-¿Cómo escribiste el guión?
-Con Alan-Michel Blanc construimos un esqueleto, una sinopsis de doce páginas. Después estuvimos cinco años documentándonos. Fue una experiencia enriquecedora, en tres etapas, quizá porque el número tres es un poco la clave de la película, tres décadas, tres madres, la infancia, la adolescencia y la madurez. Al principio el guión era para una película de unas cinco horas, que al mismo tiempo se convirtió en un libro, que incluye entrevistas, la historia de la Operación Moisés y del pueblo de Israel, que es tan rica en las dos últimas décadas.
-¿Hubo que cortar mucho?
-El primer montaje tuvo tres horas y media, pero hubo que cortarle una hora para dar más ritmo a la historia de este judío y negro al que los franceses nunca terminarán de entender. Hay una confusión muy grande en el mundo. Mucha gente piensa que el judaísmo es una religión, cuando en realidad es ser parte de un pueblo donde hay religiosos y no religiosos, hay ortodoxos y no ortodoxos, gente de izquierda y de derecha. Es un pueblo antes que una religión. En el idioma hebreo no existen las vocales, uno las puede imaginar, y de esa forma, dar diferentes interpretaciones a la Torá y al Talmud. En mi película, un sabio rabino etíope le dice a Shlomo que interprete los textos sagrados a su manera, que los adapte a sus propias reflexiones. Los filósofos dicen que hay tantos Talmud como gente. Me gusta esa idea, porque para mí los auténticos religiosos son los tolerantes, los que piensan que hay más de una verdad y no tiene dueño.