Jonathan Demme, una pérdida irreparable
El miércoles murió uno de los que sabía hacer cine: Jonathan Demme. Con justicia, en el diario salieron buenas notas para homenajearlo. Pero pasan los días y la sensación de pérdida crece. El silencio de los inocentes fue un hito, y no sólo por los cinco Oscar principales. Fue hecho por un cineasta sofisticado que podía meter mucho mundo en el cine. Mejor dicho, alguien que podía procesar narrativas bien aprendidas, literatura, música y más, y ofrecer una obra a la que llamar eficaz sería despreciar a quien sabía ese secreto fundamental del cine estadounidense: relatar de forma apasionante y perdurable, y a la vez conectar con el alma de la época. Fue un sabio que supo llegar a públicos masivos sin jugar el juego rastrero de la condescendencia. Tuvo el milagro de la recepción unánime de El silencio de los inocentes y la lucidez para dejarle a otros la continuación del personaje de Lecter, mientras él seguía filmado a Neil Young y a Bruce Springsteen (y a Meryl Streep cantando que su amor no nos iba a decepcionar al final de Ricki and the Flash). El principio de Stop Making Sense, sobre los Talking Heads, sigue siendo un modelo de rock convertido en cine y Totalmente salvaje es cada vez más mítica. Algunos de sus últimos films no se estrenaron en muchos países: es el estado de las cosas, que empeora con su partida (ojalá Eastwood filme durante 40 años más, lo necesitamos). En un orden personal, confieso haber visto dos veces durante el primer Bafici Storefront Hitchcock, y que intentamos traerlo con una retrospectiva. En el último festival de Toronto dejé como última función antes de salir para el aeropuerto su película sobre Justin Timberlake. Pude ver en la pantalla gigante del Imax la despedida de un gigante. Hasta siempre JD, tu cine queda con nosotros.
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