Dolor: en Italia. Murió Nino Manfredi, un actor integral
Hizo grande la comedia de su país
ROMA.- Era el más tierno de los cinco actores italianos más importantes de los años 60 y 70 -con Alberto Sordi, Marcello Mastroianni, Vittorio Gassman y Ugo Tognazzi- y ésa fue una de las claves de su éxito. Con la muerte de Nino Manfredi, ayer, a los 83 años, Italia pierde al último de los supervivientes de aquel grupo que hizo famoso el cine de la península en todo el mundo.
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Pícaro, buscavidas, sacerdote, ladronzuelo, ex partisano, inmigrante clandestino, zapatero anticlerical en la Roma de los papas, patriarca de una comunidad de miserables o abuelito bebedor: cualquiera que fuese el personaje, a todos les confirió Nino Manfredi una palpitante humanidad.
Esa condición era la que se desprendía de todas sus criaturas y la que les daba el sello personal y la profundidad que las volvía universales. "Es lo que me enseñaron en la Academia grandes maestros como Silvio D´Amico y Orazio Costa y lo que aprendí del ejemplo de Eduardo de Filippo y Totó", decía él, que descreía de sus dotes naturales y se consideraba, sobre todo, un artesano. Seguramente esa sencillez sumada a su sinceridad y a su desenvoltura natural fueron las que le permitieron ganarse sin esfuerzo la simpatía del público. Manfredi era uno de esos actores que se hacen querer.
Tras la muerte de Ugo Tognazzi, Vittorio Gassman y Alberto Sordi, era el último de los intérpretes que hicieron grande a la commedia all´italiana, aunque él también -como los otros tres- supo brillar en papeles dramáticos tanto en el cine como en el teatro o la TV. En realidad, Manfredi no dejó área del espectáculo sin explorar hasta mostrarse como un intérprete completo. Pasó por la revista y por la radio, por el doblaje y por el musical. Y la TV -que le abrió muchas puertas en sus comienzos- fue la que le permitió en los últimos años convertirse en una figura familiar también para los más jóvenes y hasta los chicos.
"Tengo la esperanza de haber dejado algún legado para quienes hacen cine hoy", confió hace algún tiempo, en oportunidad de un homenaje que se le tributó en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Esperanza más que justificable, por cierto, si se echa un vistazo a su trayectoria. Su galería de retratos cinematográficos constituye algo así como un memorable catálogo de personajes que exhibían las mil caras del italiano medio, el proletario y el burgués de la época del boom y de los años que le siguieron; pillo y malicioso a veces, pero nunca ruin. Y aun en films de muy modestas aspiraciones, que abundan entre el centenar de títulos que rodó, siempre se las compuso para poner en sus papeles algo de verdad. También en la academia había aprendido que el actor puede ayudar a revelar algo de la condición del hombre y de la naturaleza de las relaciones humanas. Preferentemente con una sonrisa.
Los primeros pasos
Saturnino Manfredi había nacido el 22 de marzo de 1921 en Castro dei Volsci, Frosinone. Aunque la aspiración de su padre era enviarlo a la academia militar, él estudio leyes, pero no tardó en descubrir su verdadera vocación. Internado entre los 15 y los 18 años a causa de la tuberculosis, conoció en Roma a una compañía de cómicos enviados a entretener a los enfermos y uno de ellos lo invitó a la Academia de Arte Dramático. Allí desarrolló la parte esencial de su formación en contacto con la obra de maestros como D’Amico y Costa, con directores como Giorgio Strehler y Eduardo de Filippo y con la obra de los grandes autores, de Goldoni a Cocteau.
En 1945 debutó en el Piccolo de Roma y pronto empezó a ganar prestigio como intérprete metódico y sensible, dueño de condiciones naturales afirmadas en un notable oficio. Sin embargo, los primeros éxitos populares los cosechó en la radio y en los espectáculos de revista. En cuanto al cine, el medio que le daría después notoriedad internacional, sus primeras contribuciones fueron como responsable del doblaje de films extranjeros, entonces una práctica muy común en Italia. Sólo en 1949 su rostro empezó a asomar, muchas veces componiendo tipos característicos o regionales, en una serie de films cómicos menores y de escaso relieve.
Duró casi un decenio ese lento y paciente aprendizaje: Manfredi se tomó el tiempo necesario para ser aceptado y amado por el público del cine, mientras en su constante ejercicio escénico revalidaba sus condiciones de actor completo.
Ya había obtenido un estrepitoso éxito en la TV con "Canzonissima", en 1957, cuando "L’impiegato", un film de Gianni Puccini en el que se lo acreditaba por primera vez como coguionista (al lado de Elio Petri, entre otros), le dio en 1959 el primer gran espaldarazo en el cine. En el mismo año se sumó a la consagrada pandilla encabezada por Gassman en "Audaz golpe de los desconocidos de siempre", eficaz secuela del clásico de Mario Monicelli dirigida por Nanny Loy, y desde entonces apareció en la pantalla, a un ritmo de una o dos películas por año, con su rostro de mirada tenuemente lánguida y siempre un poco irónica y con su sensibilidad afinada para ahondar en la psicología y la humanidad de sus personajes.
Tal frecuentación de los sets no le impidió continuar ligado al teatro. En diciembre de 1962, al lado de Lea Massari y el consagrado Aldo Fabrizi, estrenó en el teatro Sistina, de Roma, la pieza musical de Garinei y Giovannini "Rugantino". Su composición del encantador pillo tan enamorado de la vida y de las mujeres como alérgico al trabajo fue un triunfo clamoroso, que excedió los límites de Italia. En ese papel se lo aplaudió en Buenos Aires cuando la compañía, con Ornella Vanoni en lugar de Massari, ofreció, después de presentarse en Nueva York, una temporada que se prolongó más de lo esperado y se volvió entre nosotros casi legendaria. Era 1964, el mismo año en que hizo una participación especialísima en "Un italiano en Buenos Aires", que Dino Risi filmó aquí con Gassman, Silvana Pampanini y Amedeo Nazzari.
Personajes memorables
Es muy larga la nómina de personajes que fortalecieron su popularidad. Baste mencionar un puñado de ellos: el empleado de pompas fúnebres que asume el lúgubre oficio para resolver sus problemas de vivienda en el clásico de humor negro "El verdugo" (Luis García Berlanga, 1963); el agente publicitario que contribuye al derrumbe de una aspirante a estrella en "Yo la conocía bien" (Antonio Pietrangeli, 1965); el barbero metido en problemas por causa del amor en "Tortúrame y bésame" (Dino Risi, 1968), junto a un Tognazzi de peluca roja; el autor de libelos sarcásticos contra el poder papal de "En el año del señor" (Luigi Magni, 1970).
Fue también dos veces el entrañable Geppetto, primero en la TV, después en la pantalla grande con dirección de Luigi Comencini ("Las aventuras de Pinocho", 1972); encarnó al tragicómico emigrante italiano que en "Pan y chocolate" (Franco Brusati, 1963) busca hacerse un lugar en la pulcra Suiza; al comunista que reencuentra a sus ex compañeros de la guerrilla antifascista y deja ver lo lejos que han quedado los ideales juveniles en "Nos habíamos amado tanto" (Ettore Scola, 1974); al tiránico patriarca de los inolvidables "Feos, sucios y malos", del mismo realizador (1976), y, más cerca en el tiempo, al desocupado que se las arregla como puede para pagar el pan de su hijo en "Café express" (Nanny Loy, 1980) y al viejito borrachín mantenido por su hija (personaje a cargo, precisamente, de Roberta Manfredi) en la encantadora "Helsinki-Nápoles" o "Todo en una noche", de Mika Kaurismaki (1987).
Participó en diversas comedias en episodios como "Veo desnudo" (Dino Risi, 1969), que le confiaba varios personajes y parecía puesta al servicio de su versatilidad, o como "L’amore difficile", que en 1962 le dio la oportunidad de ponerse por primera vez detrás de las cámaras además de personificar al protagonista de "La aventura de un soldado", según un relato de Italo Calvino.
Volvería a probarse como director en "Por gracia recibida" (1971), una historia de inspiración autobiográfica acerca de las consecuencias de una rígida educación religiosa, y, con menor fortuna, en "Nudo di donna" (1981), mezcla de erotismo con comedia fantástica.
En años más recientes había regresado al teatro como autor, director e intérprete de "Viva gli sposi" y "Gente di facili costumi", pero fue el papel de un comisario jubilado en la TV el que le concedió una renovada popularidad.
A este comediante del que Luigi Comencini decía que era "el único capaz de dialogar con un trozo de madera" le tocó en varias oportunidades vestir el hábito sacerdotal, casi siempre a las órdenes de Luigi Magni: compuso a un obispo en crisis para "En nombre del papa rey"; a un cardenal que se finge moribundo para ser elegido papa en "Señoras y señores buenas noches" y otra vez a un prelado en "La carbonara", uno de sus más recientes trabajos para la TV. "Los directores -razonaba él- me eligen para esos papeles porque dicen que soy el único que los compone con ironía; quizá sea porque no siendo creyente, no los tomo demasiado en serio."
La ligera ironía era, en verdad, uno de sus rasgos; otro, una velada melancolía; el fundamental, la gracia del que sabe reírse de sí mismo antes que de los otros. Por todo eso se lo sentía un par: había sabido ganarse -también entre nosotros- el corazón del público.
Se sentirá su ausencia como la de un viejo, entrañable amigo.
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