Un clásico del cine llega 30 años después
Hay una región de Francia conocida como "l´Aude", que acierta a exportar discretos vinos; las de esta zona no son, ni de lejos, cepas comparables a las de Burdeos y menos a las de Reims o Epernay, pero de todas maneras l´Aude es famosa por sus viñedos. En la región hay una provincia, Narbonne, a la que pertenece la pequeña ciudad de Pessac. De ese pueblo provenía un muchacho que en 1958 llegó a París con los sueños de cinéfilo de 20 años: Jean Eustache. Como es de imaginar, en su adolescencia había visto ciertos films que admiraban sus padres, "La sinfonía otoñal", de Jean Delannoy, y algunos de Yves Allegret y Autant Lara.
En algún cineclub se había entusiasmado con las novedades del neorrealismo italiano, el De Sica de "Ladrones de bicicletas" y el Visconti de "La terra trema", y su visión lo había conmocionado especialmente porque en su formación intelectual gravitaban lecturas centrales de la Francia de posguerra -Jean-Paul Sartre, André Malraux- y, sobre todo, la convivencia con los hombres sencillos de su provincia y de su familia, más vinculados con la vid que con los claustros académicos.
A las manos del joven provinciano habían llegado, en su momento, algunos números de la revista Cahiers du Cinéma, a la sazón revulsivos para quienes no habían asistido, en las salas del biógrafo pueblerino, más que a la proyección de dramas sentimentales. Y, para un muchacho de inquietudes espirituales, abierto al cambio, Sartre ofrecía más seducción que las tramas de Paul Claudel o André Gide, que daban base a los films del cine familiar y convencional. Jean Eustache llegó a París con la ilusión de publicar algún relato y de vincularse con los cineastas de extracción intelectual que admiraba: Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, François Truffaut. No calculó que el destino le depararía una novia que trabajaba como secretaria de Cahiers du Cinéma y, menos aun, imaginar que con el tiempo habría de convertirse en un cineasta de culto por su magra producción, más profusa en mediometrajes que en largos, y que después de su prematura muerte en 1981 acabaría por erigirse en un mito, ya que, al igual que Jean Vigo, pasó a la historia del cine francés por la módica producción de dos películas de formato profesional exhibidas en los circuitos comerciales. Una de ellas es "La maman et la putain", film de culto no sólo por su duración (tres horas y media) sino por sus atrevidas propuestas. Esta muestra del talento y del estilo de Eustache llega ahora a la Argentina: su demorado estreno, más que un homenaje a la figura de su creador al cumplirse 30 años de su trágica extinción, involucra un reencuentro con un cine que no se practica más, pero que dejó marcas.
A filmar, a filmar...
Al año siguiente de la integración de Eustache al mundo intelectual parisiense, en 1959, un pionero de la nouvelle vague y un cineasta de la rive gauche se impusieron en Cannes: François Truffaut con "Los 400 golpes" y Alain Resnais con "Hiroshima mon amour". El entusiasmo de los realizadores "rebeldes" que reaccionaban contra la concepción fílmica oficial ("le cinéma de papa", lo llamaban desde sus artículos críticos) era incontenible. El joven recién llegado no participó, claro, de los brindis de triunfo de los capitostes del movimiento, siete u ocho años mayores que él y entrenados en los intríngulis de la kulturpolitik de la capital francesa, pero el clima de euforia lo salpicó y, al par que asistía todos los días a la redacción de Cahiers du Cinéma para esperar y acompañar a su novia, comenzó a alentar la idea de ejercitar su imaginación y su escritura, no ya en el papel sino en imágenes. Pero lo que bullía en el espíritu del chico de Narbonne eran ciertos módulos que venían del cine de Kenji Mizoguchi, del de De Sica y hasta de un Dreyer apenas entrevisto en la adolescencia, más que de los de sus -también admirados- coetáneos franceses.
Con más intuición que dominio técnico, se larga a ejercitarse en tres rodajes que, al cabo de la compaginación, no superan los 50 minutos. En 1972, casi sin producción, filma en 16 milímetros y en blanco y negro el que sería su primer (¡y penúltimo!) largometraje: "La maman et la putain". Esa misma intuición lo lleva a convocar a Jean-Pierre Léaud para el personaje absolutamente protagonista de una película fuera de serie y -sobre todo- llena de riesgos. El actor, a la sazón de 28 años, favorito de Truffaut (había sido el niño de 14 años que Cannes aplaudió en "Los 400 golpes"), aceptó el desafío en un año en el que, por primera vez desde los tiempos de Jean Gabin, un intérprete intervenía en tres films distintos, y en tres que hicieron historia: "La noche americana" (Truffaut), "Último Tango en París" (Bernardo Bertolucci) y "La maman et la putain".
Pero, antes de la aparición profesional de Eustache, la guerra de Argelia y el movimiento de Mayo del 68 habían dejado huellas en los cineastas herederos de la primera generación de la Nouvelle vague; los más salientes eran Yves Boisset, René Allio y el politizado Costa-Gavras, con sus contundentes "Z" (1968) y "La confesión" (1970). En esas nuevas y diversificadas vías de expresión irrumpen algunos exiliados, como Jean-Marie Straub, la belga Chantal Akerman, el chileno Raúl Ruiz (luego, "Raoul") y un "emigrado" interno, el introvertido e intransigente Jean Eustache, poco afín a las tentaciones del éxito de público, que se revelaría como el más claro heredero de esa néo-Nouvelle vague posterior al Mayo francés del 68. "La maman et la putain", con su ascética fotografía en blanco y negro que evoca al maestro Godard y un lenguaje fílmico tranquilo, de largos diálogos alla Rohmer, habría de impactar en Cannes en 1973 con la conquista del Gran Premio Especial del Jurado, en medio de un escandalete compartido con otro explorador de la sensualidad y el exceso, el italiano Marco Ferreri, quien ese mismo año presentó allí "La gran comilona".
Mientras que Ferreri desplegaba el desborde en la gula, Eustache hincaba el diente en las obsesividades del sexo, explicitadas a través de citas de Georges Bataille, pero con tal desencanto (post-Argelia) respecto de la política y de los gestos humanitaristas, que por momentos anticipan las irritantes actitudes actuales del novelista Michel Houellebecq.
En la trama de la película de Eustache Léaud se vincula básicamente con dos mujeres: una, su amante madura, es Bernardette Lafont (en uno de los hitos de su carrera); la otra, la joven de la que el protagonista se enamora mientras convive con la "madura" que lo protege y mantiene, es Françoise Lebrun, una actriz que es algo así como la negación aparentedel erotismo: en su mirada hay algo de la actitud que Hugh Griffith explotó en Lilian Gish y también de la sufriente Falconetti, que inmortalizó a aquella Juan de Arco emblemática de la historia del cine (ahí se advierte la admiración del realizador por Dreyer). Lo paradójico de la visión de Eustache es que, frente al modelo maternal-voluptuoso de Lafont (en la ficción, una "vieja" treinteañera), la lánguida Lebrun se va revelando como un ser de irresistible sensualidad.
Sexo y suicidio
En términos de cine erótico, no son los desnudos lo que catapultó a "La maman et la putain" a la notoriedad sino el atrevimiento de plantear una relación "ˆ trois" explícita, en términos inusuales para la pantalla de entonces, incluida la de Francia, territorio tradicionalmente pionero en estas cuestiones. Asomarse a estas intimidades depara el placer de asistir a un paisaje urbano que, a menos de 30 años de su registro, mueve a evocar un mundo que se esfumó para siempre con asombrosa velocidad.
El de esta película es un París donde circulan Reanults-6 y los taxis son Peugeots 404, y en el que no hay teléfonos celulares ni computadoras. En un film donde el sexo prolifera más que en muchos de hoy, no se ven torsos moldeados artificialmente (ni por máquinas de gyms ni por siliconas), algo muy gratificante para el espectador de una época como la actual, donde es difícil ver en el cine a una actriz sin retoques de cirugía y, sobre todo, atisbar un mundo en el que se hacía el amor a toda hora y de cualquier manera, con el único riesgo del embarazo, porque aún no había aparecido el fantasma del sida. Por lo demás, sorprende descubrir que hay cosas que sobreviven tal cual, como el aire distendido de los habitués de las "terrasses" de Aux deux Magots y del Café de Flore, o el clima interior del legendario bar La Coupole, aunque sus mesas hoy no estén envueltas por tanto humo de cigarrillo. Y también algunos "revivals" del presente, como los pantalones Oxford o las chaquetas de cuatro botones con cuellos Mao.
Pero esa entrega de los cuerpos que en otros films de sus contemporáneos y sus mayores (incluido Rohmer) apuntaron al disfrute vital del sexo, en "La maman..." aparece con una carga densa, propia del cineasta escéptico que afirmaba: "Me gustaría que se dieran cuenta de que en la civilización actual no hay salida para nadie". Jean Eustache, el provinciano de la tierra de los vinos que nunca transó con las exigencias del mercado, se quitó la vida en 1981, a los 43 años. Apenas había logrado sobreponerse a su intransigencia seis años antes, en 1975, cuando hizo unas pocas concesiones a la producción de "Mes petites amoureuses", el que sería su segundo y último largometraje.
En salas grandes
- Lo habitual -tratándose de una curiosidad cinematográfica de otros tiempos, de una película en blanco y negro que dura tres horas y media y en la que no aparecen nombres que tengan la fuerza de un imán- hubiera sido que el estreno se produjera en un cine pequeño. Tal vez, el Cosmos, cuya programación tiene siempre un aire tan interesante como minoritario. Sin embargo, el destino (y el auspicio de instituciones culturales francesas y de la propia Embajada) despertó el interés de los exhibidores del Village Recoleta, uno de los complejos más masivos de la Capital. El Village le reservó a "La maman et la putain" dos de sus salas principales, la 2 y la 6. Además, el film de Eustache corre con otra ventaja: será la única novedad de mañana.
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