Con "Sympathy for the Devil" los Rolling Stones hace 50 años que están en el infierno
¿Quién quiere pasar el Verano del Amor en una cárcel? En julio de 1967, durante su primer día tras las rejas de Wormwood Scrubs, Keith Richards caminaba en círculos mientras el monstruo social que había creado comenzaba a andar por las suyas. Después de un tortuoso juicio, Richards y Mick Jagger habían sido condenados por posesión de drogas y su correspondiente atentado a la moral pública. La fuerza de sus fans y un célebre editorial del London Times propulsaron la apelación y la moneda cayó del lado de los Rolling Stones . Uno de los reclusos se acercó a su oído con la buena nueva. "Nos dio cierta aura de honor –dijo Keith Richards-. Para mí fue como decir ‘ahora ya saben quién soy, me han dado licencia’. Era la etapa Jesse James. La policía me convirtió en un delincuente. Ahí nació el forajido . Ahí nos pasamos al lado oscuro".
Piedra libre. Gracias a la parte más pacata de la moral inglesa, los Stones se pintaron la cara para la guerra e ingresaron en su período dorado. Con las sagradas escrituras del sello Chess metabolizadas, se olvidaron del pop psicodélico y encontraron la horma de su zapato. Richards drenó el riff de "Jumpin’ Jack Flash" y Jagger hallaba combustible nuevo en los lugares más inesperados. En la primavera de 1968 se puso a hurgar en la biblioteca de Marianne Faithfull y encontró la flamante edición en inglés de The Master and Margarita, una novela de Mikhail Bulgakov. Allí, el propio Satán merodeaba los círculos literarios de Moscú bajo la piel de un mago encantador llamado Vóland. Jagger barajó sus diálogos con algunas ideas de Baudelaire y se puso a elucubrar una idea: Lucifer revelando su papel en el momento de duda de Jesús, el asesinato de los zares rusos, el avance de las blitzkrieg. El resto del significante estaba en las calles.
Sobre una secuencia circular de tres acordes, comenzó a escribir esa letra de largo aliento "como una suerte de canción de Dylan". La comparación no era impertinente. Como buena parte de los temas contemporáneos del trovador de Minesota, no tenía estribillo sino la misma resolución ascendente para cada estrofa. Ahí, ya en esa instancia, apareció uno de los giros maestros de Jagger como letrista: no solo cantar en primera persona como Lucifer, sino involucrar directamente al oyente en sus peripecias. El diablo de Jagger no es una caricatura sino un sibarita ("un hombre de fortuna y buen gusto") dispuesto a hacerte reconocer tu parte: "Grité muy fuerte / ¿quién mató a los Kennedy? / Cuando después de todo / fuimos vos y yo".
En el medio de las revueltas del Mayo Francés, los Stones entraron a los Olympic Sound Studios con Jimmy Miller como productor y la música en estado embrionario. Todavía era un mundo de posibilidades que agrupaban bajo títulos igualmente provisorios como "The Devil Is My Name" o "Fallen Angels". Como documenta One plus one, la película de Jean Luc Godard, el mero aburrimiento desplazó la canción del folk hacia un terreno más pantanoso. Keith Richards propuso subir el tempo y la batería de Charlie Watts, hasta entonces en un segundo plano, pasó a tomar protagonismo. Para la siguiente sesión apareció Rocki Dzidsornu, el percusionista de origen ghanés que venía de grabar los soundtracks de Roman Polansky y se preparaba para tocar en los discos de Nick Drake y Ginger Baker. Sus congas le otorgaron carácter invocante y, cuando se quisieron acordar, el asunto era un aquelarre. ¡Bingo!
Jagger lo calificó livianamente como samba y su denominación se extendió entre la prensa y el público. En términos técnicos, no es exactamente un samba. La denominación, en todo caso, parece obedecer a ese criterio anglocentrista que mete todos los ritmos de una región en una misma bolsa (world music). En todo caso, el ritmo de "Sympathy for the Devil" es uno de esos híbridos de la música popular que los músicos norteamericanos o ingleses califican vagamente como latin. Es una suerte de "mambo-rock" con feel jazzero que, en algunas versiones en vivo, los Stones suelen acentuar cuando tocan abiertamente con swing (es decir, con corchea de jazz). Charlie Watts, de hecho, asegura haber pensado en el patrón que Kenny Clarke utiliza en la versión de "A Night in Tunisia" de Dizzy Gillespie.
El solo de Keith Richards merece un párrafo aparte. Es angular y espasmódico como una ocurrencia de Ornette Coleman, pero suena irrefutablemente rockero. El ataque de sus primeras seis notas es asesino. Es la conversación desatada de un beatnik. De un loco por vivir. Para cuando la canción regresa a los versos (con esa frase ricotera: "así como todo policía es un criminal") el tema ya alcanzó el éxtasis: los coros ululantes de Anita Pallenberg y Marianne Faithfull, el bajo musculoso –tocado por el propio Keith-, el piano de Nicky Hopkins, el falsete lanzado hacia el cielo. "Sympathy" se va en fade porque nunca termina. Porque siempre sigue. Ese fade out es, justamente, la última de una serie de grandes decisiones artísticas.
A contramano de todas esas biopics donde el músico dice X y a los dos segundos tiene lista la versión definitiva de "Bohemian Rhapsody" o "Light my Fire", la película de Godard muestra el proceso de transformación casi en tiempo real. Como casi nunca en la historia de la música popular (El fulgor, la película de Ramón Lluís Bande sobre Nacho Vegas, quizás sea otro caso paradigmático), el espectador asiste a esa lenta montaña rusa que significa convertir una buena canción en un gran track para un disco de primer nivel. Toda la pasión, el tedio, el talento, la paciencia, la sabiduría y el cansancio que se comprometen en cada una de las decisiones. En ese sentido, la película y la canción resultan una gran enseñanza sobre el arte.
Después de una serie de demoras vinculadas con su portada, Beggars Banquet llegó a las disquerías el 6 de diciembre de 1968. Aunque no fue lanzada como sencillo sino hasta febrero del año siguiente, la carta de presentación del disco no era otra que "Sympathy for the Devil". La canción era un santo y seña. En el preciso momento en el que accedían a su status definitivo de forajidos, los Rolling Stones sacaban un tema que jugaba en varios niveles intelectuales (sympathy es compasión, pero también es simpatía) pero a su vez era un llamado a la liberación del cuerpo.
Menos de una semana después, los Stones montaron una gran carpa en los estudios Intertel y se dispusieron a grabar un especial televisivo llamado Rock & Roll Circus. Hubo números circenses y, entre los invitados, se contaba la flor y nata del Swinging London. Además de aquella banda de ocasión llamada The Dirty Mac, también actuaron Jethro Tull, Marianne Faithfull, Taj Majhal y The Who. Los tiempos se dilataron y, recién cuando estaba por amanecer, los Stones tomaron el escenario. Tocaron cuatro canciones y, cuando llegaron a "Sympathy for the Devil" usaron el tanque de reserva para llevar el evento hacia el clímax. Una mezcla de gracia inmaculada y extenuación. Ahí está el registro: John Lennon baila; Brian Jones toca las maracas con el sudor nublándole la vista; Jagger muestra su pecho ilustrado. El sueño de los sesenta alcanza su cima y eso significa que está a punto de terminar. El sol sale sobre Wembley y la fiesta amenaza con la resaca. Es una sinfonía agridulce, pero quién les quita lo bailado.