Teatro. Cuaderno de Pirandello
Primeras horas de una tarde dominical, a comienzos de abril, en Nueva York. Ya es primavera, pero la temperatura ronda cero grado y nieva desde la madrugada. El viajero curioso recorre los vastos, magníficos salones, en Madison y 36, de la Morgan Library, lugar de algunos singulares testimonios del arte universal: dibujos y grabados de maestros, bronces chinos y renacentistas, evangeliarios, salterios y libros de horas, colmados de preciosas miniaturas. En la inmensa biblioteca, las vitrinas exhiben autógrafos y manuscritos de firmas ilustres. Al visitante le llama la atención, de pronto, un simple cuaderno escolar, de modesto aspecto. Hasta se lo diría de factura doméstica, tan endeble se lo ve, confeccionado por alguien que lo hubiese improvisado con sobrantes de papel, laboriosamente unidas las páginas con aguja e hilo común.
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El humilde cuaderno, abierto en una página, es exhibido entre un original de Keats y otro de Joseph Conrad, no muy distante de un fragmento de partitura garabateado por Schubert, y próximo a un libreto con anotaciones de puño y letra de Wagner. Porque se trata del manuscrito original de "Vestir al desnudo", de Pirandello, de 1922. Con la preocupación didáctica que distingue los museos norteamericanos, un cartelito advierte, a un costado: "Obsérvese un rasgo característico de Pirandello, quien escribía las acotaciones con tinta roja y los diálogos con tinta negra".
El visitante, conmovido, escruta la menuda y elegante caligrafía, de la época en que la gente se esmeraba en tener buena letra. Imagina a ese escritor, abrumado por dificultades económicas (la empresa familiar, dedicada a la elaboración del azufre, había quebrado) y, sobre todo, por la insania de su mujer; obligado por la necesidad a ejercer la docencia -la cátedra de lengua y literatura italianas en el Instituto Superior del Magisterio Ñ, que le dejaba tan sólo los domingos, desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde, para escribir su vastísima obra de novelista, dramaturgo, ensayista, poeta.
Así lo describe su hijo Fausto, el pintor, en una evocación conmovedora. Sobre cuadernos como éste, preparados por su hija, se inclinaba Pirandello esas mañanas, tal vez silenciosas, en una Roma todavía provinciana, y escribía sin pausa. Prolijo, escrupuloso, alternaba la lapicera para la tinta negra, con la destinada a la roja. No hay una tachadura ni una mancha. Cabe suponer la existencia de un borrador previo, donde haría las correcciones. Después pasaba el texto a máquina, pero conservaba el manuscrito en su archivo personal.
Los mármoles, las pinturas alegóricas en los techos enfáticos de la Morgan, todo lo ornamental se esfuma; para el visitante ocasional tan sólo existe, y ha quedado en el recuerdo, indeleble, el pequeño cuaderno de Pirandello con su fina escritura bicolor.
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