Teatro. Cuando llega el fin del día
El tema es delicado. Y melancólico. Pero forma parte de esas historias de vida que nos atañen a todos, por aquello que expresó para siempre el poeta inglés John Donne: "No preguntes por quién doblan las campanas, están doblando por ti". ¿Qué pasa con los actores cuando llegan al final de sus carreras? Aunque antes debería formularse otra pregunta, acaso más pertinente: ¿es que alguna vez termina la carrera de un actor?
La gente de teatro disfruta, en general, de una vitalidad portentosa. Si no temiera herir la susceptibilidad de algunas damas, sobre todo, aventuraría cifras capaces de suscitar asombro, aun en estos tiempos cuando llegar a centenario es cada vez más frecuente.
La medicina y la psicología deben tener explicaciones de ese fenómeno, fácilmente comprobable por cualquier espectador avezado. La posibilidad -y la capacidad- de vivir otras vidas, la movilidad, tanto física cuanto mental, implícita en el ejercicio de la profesión, la gratificación del aplauso y, en muchos casos, el halago de la admiración popular, deben ser poderosos alicientes para no declinar y seguir, hasta más allá de lo concedido a otras actividades, de pie en el escenario. "Hasta que mantenga la voz", declaraba Lola Membrives (cuya voz era, en verdad, magnífica).
* * *
Los años, sin embargo, nos someten a todos al "irreparable ultraje" (así definido por Racine en "Athalie"); los sentidos pueden mellarse, flaquear las piernas y, la peor calamidad para un actor, menguar la memoria. Hay recursos para superar las trabas físicas (Luisa Vehil fascinaba todavía al público desde su silla de ruedas, en papeles adecuados), pero las de la memoria son prácticamente insalvables.
Hasta hace no mucho tiempo, el único puerto que amparaba a los actores retirados -que hoy pueden jubilarse- era una institución ejemplar, la Casa del Teatro. Nunca se repetirá lo bastante que su creación se debe a una primera dama argentina (portuguesa de nacimiento, pero argentina de corazón), Regina Pacini de Alvear, que antes de su matrimonio fue soprano célebre en el mundo entero.
Largos años presidió Iris Marga la Casa del Teatro, allanando dificultades económicas y obteniendo contribuciones públicas y privadas. Algunas tardes, quien firma esta columna solía tomar el té con ella, en la sede de la avenida Santa Fe. Casi no había ocasión en que la Marga, bajando la voz (¡otra voz de oro, inolvidable!), alzando la mirada (las actrices nunca dejan de serlo) y abarcando, con leve gesto simbólico de una mano, el edificio entero, no susurrara: "¡La fin du jour, la fin du jour!".
* * *
Se refería al film de Julien Duvivier, de 1939, "El fin del día", que trata precisamente de una institución similar, donde los viejos actores retirados evocan sus glorias pasadas y suspiran incesantemente por volver a pisar un escenario. Este es el costado más patético: el hambre no saciada del alimento imprescindible, el aplauso. ¿Qué no darían por oír de nuevo el estruendo, tan similar al de un oleaje embravecido, con que el público premia esa tarea tan extraña, tan misteriosa, tan cercana a una frontera prohibida!
Ocurre que el teatro es la profesión menos agradecida. Un escritor, un pintor, pueden alejarse de us disciplina y volver a ella, a veces muchos años después, y seguir adelante como si no hubiese habido un corte. El teatro no, el teatro no perdona: las ausencias breves pueden compensarse, las que se dilatan no tienen retorno.
lanacionar