Giulietta e Romeo: Julieta, víctima, pero también una activa heroína
Muy bueno / Ballet en dos actos, libremente inspirado en la tragedia de William Shakespeare / Coreografía y dirección: Fabrizio Monteverde / Música: Serguei Prokofiev / Iluminación: Emanuele De María / Intérprete: Balletto di Roma / Dirección artística: Francesca Magnini / Sala: Teatro Coliseo (ciclo Nuova Harmonia).
Un muro gris plomo, adusto e implacable, con figuras humanas escalonadas en un lateral, se impone como paisaje inicial (y central) en el que se debatirán las conflictuadas familias de esta Giulietta e Romeo que, con la tragedia shakespeariana como referente ofreció en el Teatro Coliseo el Balletto di Roma. En la recreación del coreógrafo Fabrizio Monteverde (estrenada hace casi treinta años, pero reciclada en repetidas reprises) se impone una propuesta compleja, en sentido brechtiano, porque al valor estético de un espectáculo se suma un sesgo conceptual, como cuando -por ejemplo- Pina Bausch retomó la fábula de Barba Azul (musicalizada por Bartók) con una impronta contestataria de las esposas víctimas.
Aquí la fascinante Giulietta que encarna Azzura Schena es víctima pero también heroína activa, mientras que Romeo es el enamorado de siempre, pero más contemplativo que su amada. En ese sentido, el Romeo de Luca Panacci evoca a la distancia al seráfico Laurence Harvey, que en 1954 protagonizó el film Giulietta e Romeo, del neorrealista Renato Castellani, acaso la primera aproximación a la tragedia de Verona en cuyo título el rol femenino precedía al del varón, como para insinuar -como en esta creación romana- la predominancia de la heroína.
El de los años cincuenta, precisamente, es el período al que Monteverde traslada los sucesos de su versión. El coreógrafo no soslaya la clásica soberbia de los Montecchi y los Capuleti, ni la pasión de la pareja epónima, cuyos formidables dúos trasuntan el fervor de los cuerpos (penchés, abrazos, portés, besos de verdad), todas las figuraciones coreográficas del erotismo juvenil con intensidad y velocidad inusuales.
La dinámica de los diseños propone un neoclásico intensamente bailado, bastante formal en los dos primeros segmentos, con una docena de personajes de arrolladora energía. Son los que se desplazan en dos atractivas diagonales, que convergen en un ángulo escénico posterior, en la escena de la fiesta en casa Capuleti (la partitura de Prokofiev, en ese tramo, sigue insuflando secularmente el aire marcial de una ceremonia llena de presagios). A partir de allí el lenguaje se vuelve más contemporáneo, subrayado por una sugestiva indumentaria femenina, con tacos altos, excepto la núbil Giulietta, única en puntas.
De su intérprete, la prodigiosa Azzurra Schena, será inolvidable su luminosa peripecia aérea al descender desde su alcoba al jardín.
En el desarrollo de la danza italiana, esta Giulietta e Romeo deja atrás a la más tradicional de Vittorio Biagi (1970, vista en el Colón en 1983), que no alteraba sustancialmente la puesta original de Leonid Lavrovsky (de 1940), que aquí llegó como muestra del cine soviético con la inmortal Julieta de Galina Ulánova. También en pantalla llegó una "revisión" radical y neoyorquina, la del gran Jerome Robbins: West Side Story (Robert Wise, 1961).
En esta última clave de traslación espacio-temporal se inscribe la pieza de Monteverde, además de acentuar el peso dramático de personajes secundarios, como la signora Montecchi, feroz manipuladora de venganzas en silla de ruedas, recreación de Monika Lepisto. Pero es la deslumbrante Azzurra Schena quien, secundada por el eficaz Luca Panacci (Romeo) y el vivaz Raffaele Scicchitano (Mercuccio), sostiene en el plano performativo la solidez de esta neta expresión de italianidad, que encontró, en el Coliseo, su espacio más consecuente.